lunes, 22 de marzo de 2010

Laicismo posmoderno: la religión del simulacro.

El proceso de personalización en la sociedad, que ya a principios de los años ochenta, Gilles Lipovetsky anunciaba con el advenimiento de la era del vacío, actualmente no podría encontrar otro lugar de articulación que el de la propuesta de reforma de los artículos 75 y 194 de la constitución política, que proponen la separación entre Iglesia y Estado.

Actualmente, el espiíritu de nuestra época, la formalización (o intento más acertadamente) del lazo social, articulación en el registro simbólico que regula algún tipo de relación, está regido por una forma de discurso, que conceptualizó el psicoanalista Jacques Lacan en 1972: el discurso capitalista. El discurso capitalista no podría proteger más los intereses de su lógica que bajo la forma de una defensa a la libertad de elección. El libre albedrío, sin aparente regulación, encuentra en todo tipo de articulación discursiva, el germen de la égida capitalista: todo se puede. A saber que, todo intento de regulación se vuelve sospecha de totalización. Por consecuente, en esta época no asombra que llegue a las más altas esferas de la jerarquía política, en la rama legislativa, la necesidad de una reforma que autorice la libertad de culto y de expresión religiosa: el negocio puede continuar.

En cada esquina, un local donde se vende salvación, en cada local un pastor y en cada pastor su bolsillo. Aquel de amplio grosor, producto de un diezmo que, de la modernidad a la posmodernidad, del cálculo al simulacro, ya no calcula un ingreso determinado para su donación, sino que vende indulgencias. Si los avances de la tecnología bajo la poderosa campaña publicitaria prometen salvación, liberación y demás quimeras como la felicidad absoluta, la satisfacción del deseo; afánasis del mismo, para darle algún crédito al término de Ernest Jones, goce para, más posmodernamente, traer nuevamente a colación a Lacan, ¿por qué no habría el discurso religioso de situarse en este mismo frente de batalla?

El estado laico posmoderno, ese al que quiere apuntar el Movimiento por un Estado Laico en Costa Rica, no hace más que reproducir ese ámbito privado donde se ven maximizadas el número de elecciones posibles. La llamada libertad de pensamiento a través de la libertad de culto, apunta a ese falso libre albedrío que esta era de simulacro trae al tratar de eludir toda posición panóptica del sujeto respecto de cualquier punto de anclaje. El sinóptico, propuesto por Zygmunt Bauman, lanza al sujeto a ese ámbito privado de los tiempos hipermodernos en donde la religión no sólo no debe entrometerse (o ser entrometida) en los asuntos del estado, sino que es culpable de cualquier intromisión o trasgresión en su contra. Si antes la regulación era dada por la religión y la ideología, hoy es inadmisible que ambos vayan de la mano. La caída del Nombre-del-Padre, como define el discurso capitalista el espíritu de esta época, ha definido un sujeto cuya consigna de libertad no basta para darle soporte.

Prueba de esto es la intervención del estado laico en la educación respecto del estado secular. El resultado, una pugna entre las enseñanzas darwinianas y la doctrina religiosa en su lectura particular de los textos bíblicos, llegando a los más disparatados argumentos, uno en contra del otro. Verdaderamente el hombre de sotana negra en el altar cambio sus atuendos por la gabacha blanca en los laboratorios. El amor ya no es proscrito por la religión, pero por el discurso científico que regula las nuevas pautas de proceder. Como resultado, el amor líquido; concepto también desarrollado por Bauman.

El mundo de los derechos en el que se vive actualmente (¿y los zurdos?), modelado por un nuevo de tipo de relación al servicio de la ciencia, neodarwinismo para dummys que en revistas de modas y estilos de vida, así como revistas no especializadas indumentadas como científicas para el lego (National Geogrpahic, por ejemplo), ha desembocado en una caída de la Ley, simbólica siempre, que en sus representantes imaginarios como son las promulgaciones legales, no hace más que indicar un síntoma social que apunta a la ruptura del lazo social.
Así, aparecen los derechos humanos, formas de violentar la ley simbólica; el derecho a la propiedad privada o derecho a robar sin cuestionamiento; el derecho a la privacidad o derecho al adulterio; el derecho a expresión de opinión o derecho a mentir; el derecho a la posesión de armas o derecho a matar; y, por último, y que aquí atañe, el derecho a la creencia religiosa o la adoración a los falsos dioses. Esto último, no en el sentido teológico sino en el cuestionamiento a un significante, el Nombre-del-Padre, heredero de la tradición judeocristiana que inevitablemente atraviesa la herencia filogenética de las subjetividades en Occidente.

El surgimiento de los estados laicos, remiten a un contexto histórico muy distinto a éste bajo el cual el país ampara la propuesta. Más allá de responder a un respeto por la libertad de culto, a derogar el poder del estado en materia religiosa por el de autoridad (dos lugares a ocupar muy distintos y que la sospecha posmoderna confunde, poder y autoridad), la necesidad de establecer dicha reforma parecería que responde más a ese efecto de la cultura que la consigna capitalista busca en el individualismo contemporáneo. La aparición de sistemas de redes sociales, los avances en telefonía móvil y el teletrabajo por mencionar unos cuantos, han desplazado el ámbito público a un mundo virtual en donde el sujeto queda atrapado, embelesado si se quiere, en la imagen propia que le es devuelta en estos gadgets. Ahora, el “todo se puede”, no sólo bajo el consumo de dispositivos electrónicos, sino de comunicación y todo aquello que ahora ha adquirido un valor de cambio, dejando a las viejas generaciones el valor de uso, encuentra en la religión y en el Estado, dos nuevos culpables para seguir sosteniendo a ese padre perverso de la posmodernidad, del discurso capitalista. Basta que una figura se invista de autoridad para que se sospeche de un abuso de poder y de un goce perverso. Basta con que un político de determinado partido o fracción incurra en un acto de corrupción, para que los demás miembros sean determinados como culpables. Los políticos, todos corruptos y ladrones; los sacerdotes, todos corruptos y abusadores - reza la engañifa posmoderna patrocinada por el discurso capitalista- Parecería entonces, que poco conviene juntar a ambos en un mismo salón o el goce del Amo absoluto, en referencia al discurso del Amo desarrollado por J. Lacan, sacaría el máximo provecho del esclavo.

El establecimiento de un estado laico en Costa Rica, si bien pasa por una reforma legal para encontrar reglamentación, no responde a esto para encontrar formalización. La cantidad de leyes y reformas a la ley, han ido creando un vacío legal que deja ver la dimensión de una falta estructural, inherente al sujeto, imposible de llenar. La formalización no pasa por la reglamentación sino por un pasaje ético que aun parece encontrar significativa dificultad por la renuencia a una dimensión simbólica. A mayor cantidad dispositivos legales, estandartes del registro de imaginario, ya no representantes de una ley simbólica sino síntoma de una sociedad cuya renegación de la autoridad, del Nombre-del-Padre, de la dimensión de la falta que funda el deseo, mayor se vuelve la necesidad de trasgresión para encontrar ese lugar desde donde el sujeto encuentre su reconocimiento. La sociedad de consumo cuya histeria posmoderna han llevado al sujeto a ocultarse bajo el mundo de la imagen, de las adicciones, de un goce mortífero, han provocado también esta nueva nece(si)dad de consumo, en donde se le otorgue al mismo, no la responsabilidad, pero la “libertad” de elegir libremente su posición religiosa, respetando, las creencias de los demás. Se vuelve contradictorio cuando la misma etimología del término laico, encuentra su origen en la voz griega λαός, que remite a pueblo. Poco tendría que ver esto con la acepción actual posmoderna; y si nos remitimos a Constantino I, se puede dar cuenta que la adopción del cristianismo respondía a un interés por un grupo mayoritario, un bien común del pueblo. Contradictoriamente, esto dio lugar a la persecución de los paganos.

Jacques Lacan decía que el progreso no existe ya que no hay ganancia que no traiga pérdidas, y viceversa. La genialidad y engañifa del discurso capitalista yace en el ganar-ganar que promete, insostenible por lo demás. En este caso, en el caso de una reforma y la promulgación de un estado laico, habría que pensar no sólo en aquello que se gana, sino en aquellos que serán perseguidos, perdiéndose en ese ajeno vacío estructural que se intenta renegar. Sólo así se puede asumir la responsabilidad que trae consigo un acto de tal magnitud.

Jorge Ramírez Richmond

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