domingo, 23 de mayo de 2010

Psicología y autoritarismo: soslayando la dimensión simbólica de la autoridad.

Recientemente se celebró el VII Congreso Nacional de Psicología del Colegio Profesional de Psicólogos de Costa Rica, en donde se vio articulada una preocupación fundamental en voz de gran parte de los participantes así como de los exponentes. Dicha preocupación, ya se veía anticipada en el nombre dado a la temática de este congreso: “La psicología en tiempos de crisis: construyendo propuestas”. Dicha temática se desprende, de acuerdo a la presentación del congreso y en sus múltiples ponencias, como reacción al período de crisis por el cual está siendo atravesada la humanidad. Sin embargo, queda aún por realizar la pregunta, luego de finalizado el congreso, ¿cuál crisis? Dicho cuestionamiento no se realiza arteramente; por el contrario, se le da a la pregunta su función en el primer nivel, el de conocimiento. Si bien bajo el fracaso del modelo económico existente bajo la bandera del neoliberalismo se presentificó lo que se concebía por crisis en este congreso, una mayor preocupación se vio latente en lo manifiesto de las múltiples presentaciones.

Respecto a la etimología del término crisis, Joan Corominas en Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, refiere dos derivaciones. Del latín crisis, ésta indica una “mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento” (Corominas, 1994). En esta medida, la crisis no sólo está relacionada con un estado de malestar, sino que el cambio que ésta supone, está supeditado a consecuencias benéficas o, bien, iatrogénicas. En su segunda derivación, de la cual proviene aquella previamente mencionada, la palabra alude a un “momento decisivo en un asunto de importancia, del griego κρίσις ‘decisión’, derivado de κρίνω ‘yo decido, separo, juzgo’” (Corominas, 1994). Es decir, la crisis tiene que ver, no sólo con una separación, una división, sino con la posibilidad de decidir sobre la misma, de asumirla. Valga un paréntesis para señalar que desde el dispositivo psicoanalítico, parecería que la palabra en su raíz etimológica, pierde su acepción peyorativa para dar lugar a ese fin lógico de la cura en donde el sujeto se asume en su división estructural. Es decir, para hablar de un fin de análisis, vendría tremendamente bien hablar de crisis.

Sin embargo, volviendo al cuestionamiento de la temática del Congreso en mención, la acepción que se daría a crisis, respondería más a la primera derivación en donde la palabra enfermedad, no escaparía a un imaginario que no dejaría de situar ésta en un momento actual y en función de ciertos desencadenantes.

Estos desencadenantes no van a dejar de tener rostro bajo esta preocupación manifiesta de la cual se ha estado hablando y que ya fuera verbalizada en las múltiples conferencias y ponencias durante el Congreso. La articulación de esta preocupación apuntaba, en una gran parte, a dirimir la responsabilidad para dar lugar a la culpabilidad. Se culpa a esos grupos de poder que bajo la égida neoliberalista, acallan a un buen grupo de la población, entre estos, los pacientes/clientes/analizandos (y cuanto sinónimo/neologismo psicologista aconteciese para dar nombre a ese sujeto que demanda) así como a sus psicoterapeutas. Es decir, el momento histórico bajo el cual el mundo se encuentra, ha fragmentado a la población en dos partes; por un lado los culpables (aquellos en las altas esferas de poder) y por otro las víctimas (aquel sector de la población que no se encuentra en esta esfera de poder [pacientes y psicólogos incluidos, como se dijo]). La fragmentación no llega hasta aquí; una tercera parte se vislumbra. Para efectos de una lectura simbólica, más adelante se analizará este tercer lugar. Para efectos imaginarios, manifiestos si se quiere, estos tres lugares fueron bien delimitados en el Congreso. A saber, si hay víctimas y culpables, un tercer lugar imaginario devendría el de aquellos que logran salirse del discurso de la manipulación para dar lugar al pensamiento crítico que cuestionase el lugar de estos autoritarios y sus mecanismos de coacción sobre las víctimas: los posibles ejercicios de solución de problemas podían comenzar.

Entre las muchas “propuestas” de los concurrentes, se dejaba oír la necesidad de que el psicólogo tomase un papel más agresivo en la sociedad: “salir del consultorio y tirarse a la calle”, señalaban algunos exponentes así como participantes. Este señalamiento al profesional en psicología, imperativo más precisamente, a “salir”, a censurar el hecho de que por mucho tiempo el psicólogo se había ocultado a la realidad nacional, bajo una práctica clínica privada en la holganza de su consultorio, se convirtió en uno de los más novedosos argumentos, atinado a golpear muchos de los planes de estudios de universidades privadas que, muy injustificadamente – no se desdeñará aquí – han renegado, sino es que forcluido un enfoque social.

Sin embargo, esta propuesta, ya hacia finales del siglo XIX, principios del siglo XX, el mismo Freud la ponía en práctica, para definir el espacio clínico que daría lugar a la teoría y práctica psicoanalítica. Recuérdese como el propio Freud atendía (no bajo la acepción institucional que actualmente se le da al término) en el tren (en el caso del olvido que aconteció al joven académico de la palabra latina aliquis) o en la montaña (como fue el caso de Katharina) y mucho de su escucha se dirigía a la cotidianeidad. De aquí que el análisis no pasa por el diván o por la asepsia del consultorio, sino por la escucha.

Así que, a más de 100 años, los psicólogos se están dando cuenta que el tema no tiene que ver con un consultorio, ponencias, escritos, sino con algo más a lo cual denominaron “salir”. Ahora bien, ¿salir a qué? Porque si bien Freud “salía”, era para escuchar, sostener la demanda de una cotidianeidad que ponía en tela de juicio el concepto de psicopatología al ya no estar este únicamente vinculado con a la noción de anormalidad. La psicopatología es de la vida cotidiana, imposible seguir hablando en términos de normalidad/anormalidad. Más allá fue con este tema, al publicar en 1930 El malestar en la cultura. Escrito en el contexto de la crisis económica de la década de los años 30 y el advenimiento del Tercer Reich, el texto de Freud ensaya una pregunta hermenéutica frente a la miseria humana y la dificultad de las relaciones entre los hombres. El ensayo, nada alentador en término imaginarios de una respuesta a manera de solución, pone sobre la mesa el fracaso de todo intento de utopía social en razón de la agresividad, la hostilidad y la crueldad inherentes al ser humano, no por naturaleza, pero por estructura.

De tal forma que, bajo este marco de malestar, resulta aporístico situar la primera acepción de crisis que referiría a un cambio frente a una enfermedad. Sergio Perazzo, exponente en el Congreso, lo planteó de manera sucinta y admirable al apuntar a su biografía y preguntarse si en algún momento se han vivido tiempos que no supongan crisis. Asimismo, invitó a la espera (condición intolerable para los hijos de la posmodernidad) en cuanto a la construcción de ese cambio que exige todo período de crisis, por consecuente, todo período de la humanidad. Dicha advertencia pasaría inadvertida frente a los múltiples pedidos de ayuda de parte de esta comunidad científica en los tres días que duraría el congreso.

Si se pudiese articular en un suceso de la cotidianeidad nacional que impactó a la comunidad de psicólogos del país para articular su preocupación y su demanda de ayuda en este Congreso, sería el de los acontecimientos recientes en torno a los despliegues del poder frente al pueblo; más puntualmente, el accionar del poder armado frente a la comunidad estudiantil. Los sucesos del 12 de abril en la Universidad de Costa Rica, así como los acontecimientos del 13 de mayo en el Liceo Vargas Calvo, donde en ambos casos, los estudiantes se vieron enfrentados con la policía, ha dejado una profunda preocupación dada la sospecha hacia un despliegue autoritario que pretende acallar los últimos bastiones del conocimiento y el pensamiento crítico. Por consecuente, es deber del psicólogo defender este último espacio en defensa de los derechos de los ciudadanos y el pensamiento crítico que las altas esferas de poder (esos viejecillos malvados en sus tronos capitalistas) pretenden silenciar. Si párrafos atrás se trató de justificar cualquier lectura sarcástica que se le pudiera dar a una pregunta que se formuló, en este caso, ocurre todo lo contrario. Sin embargo, más allá de utilizarlo (al sarcasmo) en su función descalificadora, aquí surge para hacer énfasis sobre un recurso imaginario que circula en el discurso de la psicología, obturando una dimensión simbólica de la experiencia humana, obturando la escucha del significante. El psicólogo oye el ruido, ve el despliegue autoritario y se queja, sin embargo, no escucha el significante, no mira aquello su ceguera, aquello falta.

En primer lugar, cuando acontecieron estos sucesos, los medios de comunicación oficiales (noticiarios y periódicos) y extraoficiales (blogs y videoblogs) presentaron imágenes en donde se ubicaban dos personajes en un escenario: los estudiantes y la policía. Interminables fueron las imágenes que se reproducían de estudiantes y policías ejerciendo los papeles que les fueron asignados, para unos la protesta y para otros la fuerza y el poder. Posteriormente, aparecieron dos personajes, bajo el traje los adultos, luego que aconteciesen estos hechos. Unos criticaban la actuación de los estudiantes, apelando a epítetos como chancletudos en el caso de los universitarios y vándalos en el caso de los colegiales. Los otros, lugar al que se avocaron los psicólogos en este congreso, reprocharon fuertemente la intervención del poder armado en las casas de educación, en defensa del accionar estudiantil que reaccionó “naturalmente”, al ver como las fuerzas armadas tomaban el último bastión que defiende la libre expresión. Por un lado Jorge Rojas, director del Organismo de Investigación Judicial aparece en los noticieros al día siguiente defendiendo a sus oficiales, por el otro, Yamileth González, rectora de la Universidad de Costa Rica, en defensa del estudiantado. De un lado del escenario, panelistas, expositores y participantes llamando a los psicólogos a tomar un papel más activo, salir de sus consultorios y unirse a esta lucha contra el poder que está amordazando el pensamiento crítico, por lado una joven participante expresando su opinión en contra de los “chancletudos”. Y entre estas galimatías, surge la pregunta, ¿dónde están los adultos? Se dejan ver las imágenes de estudiantes contra la policía, las “víctimas” contra el “poder”, pero dónde están los directores de escuela, la figura del maestro o profesor, no como figura imaginaria, sino como espacio lógico, simbólico, lugar de articulación de la palabra, posibilitadora del pensamiento. Se habla de poder o autoritarismo, pero ¿la autoridad? Hay que tener muy clara la diferencia entre la autoridad y el poder o autoritarismo. Una gran diferencia marca la distancia entre ambos lugares. Para muestra de esto, un ejemplo. Tras los altercados de Columbine High School, en 1999, se decidió poner una línea telefónica en cada aula que conecta directamente con la estación de policía más cercana, lo cual trae implicaciones tremendamente graves en términos de los espacios que se juegan en la posmodernidad. Es decir, ahí donde el profesor no tiene o reniega de su autoridad, entra el poder, el autoritarismo, el poder armado. Porque si bien, adultos hay y sobran luego de estos altercaos para ubicarse en uno u otro bando y justificar las acciones de aquel al que pertenece, pero que de ese adulto que escucha, de ese representante de un lugar simbólico que escucha el significante. Que de un malestar social se está generando en la población estudiantil para que reaccione tan volátilmente. ¿Qué de este mismo malestar se genera en aquellos sujetos que son investidos por la autoridad para reaccionen también tan volátilmente recurriendo al poder? Se puede ver la diferencia entre llamar a unos culpables o víctimas, y llamarlos a todos responsables.

Este es el tercer lugar simbólico al que se apelaba anteriormente, al lugar de la autoridad que responsabiliza, no del autoritarismo que culpa o victimiza. Muy lamentable fue el uso de estos últimos dos términos en el VII Congreso, significante que deberían desaparecer del discurso de la psicología a favor del significante responsabilidad. El problema de esto recae en la noción imaginaria de que alguien realmente tiene el poder, realmente existe un Amo, y sus injusticias se vuelven razón necesaria para dar lugar a la revolución. El problema de esto ya lo señalaba Lacan (2002) en 1969, cuando, tras las secuelas de mayo del 68, decía que “la aspiración revolucionaria es algo que no tiene otra oportunidad que desembocar, siempre, en el discurso del Amo. La experiencia ha dado pruebas de ellos. A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un Amo” (p. 223). Grave solución a la que llegan los psicólogos en este Congreso, ya que esto no sólo devendrá en una lucha institucional interminable (lucha a muerte con el Amo), sino al descuido de aquellos acuden a ser escuchados (no ayudados).

Una muy reiterada demanda en la práctica clínica de los psicólogos, ayuda a ejemplificar lo grave de esta solución. Mucha de aquello que los psicólogos manifiestan se ven enfrentados en la práctica clínica es la llamada violencia de género. Ahora bien, si una mujer acude al psicólogo, manifestando ser víctima de agresión física y verbal, evidentemente se procede a la denuncia frente a las instancias legales y en el mejor de los casos, se suma a esto un proceso con la persona agredida donde se le educa, y se le dan recursos acerca del lugar de la mujer en la sociedad actual. Sin embargo, la realidad ha probado ser otra y en muchos de estos casos, luego de que se procede a la denuncia y a poner medidas cautelares, muchas de estas mujeres vuelven con sus parejas o entablan una relación con un nuevo agresor. Se apela entonces al ciclo de la violencia y la necesidad de educar a estas personas. Mucho se habló de esto en el Congreso, no respecto a este tema, pero si a la necesidad del empoderamiento y la toma de conciencia bajo el pensamiento crítico, tanto por parte de víctimas y agresores. Ahora bien, el problema de esto recae de nuevo en la perspectiva de una educación institucionalizada (de manual) donde se le enseña a la persona a identificar situaciones de riesgo, agresión, sin dar lugar a la posibilidad de escucha. De nuevo, la responsabilidad es dirimida por la victimización o culpabilidad y más allá de escuchar el dolor de la persona, se dice como tiene que proceder automáticamente en estas situaciones, dada la sociedad patriarcal en estos casos, o de corrupción en que se vive. Pero ¿en qué lugar se le dice a la persona: la escucho? En qué momento una mujer agredida es dejada en manos del INAMU, para luego el psicólogo volver a las luchas sociales contra la injusticia por parte de las altas esferas de poder, patriarcales además de las cuales son víctimas ellos y sus pacientes. Como se dijo, en el mejor de los casos, se da una labor de seguimiento, contención y educación, pero en qué momento se escucha la historia de vida de ese sujeto, de esa mujer que es llevada por la compulsión a la repetición a estar con parejas agresoras, de ese hombre que se ve llevado a estar en situaciones donde el acto lo lleva a agredir a su pareja, la pulsión de muerte bajo un goce que excede las posibilidades del sujeto de tramitar la palabra incurriendo en el acto. Se ven de nuevo los lugares que esta sociedad define, el del poder y el de la víctima pero, y el del lugar simbólico de la Ley.

Las consecuencias de la posmodernidad bajo la caída de los grandes relatos, del Nombre-del-Padre, de la Ley (simbólica) se empiezan a vislumbrar y los psicólogo (y analistas también) no son ajenos a esto. Si bien la denuncia legal y la defensa de los derechos se enmarcan dentro del deber ético de la profesión, no se puede soslayar el deber moral que interpela a la escucha por ese dolor singular que cada sujeto trae a sesión. Este es el lugar de responsabilidad que no sólo atañe a los aquellos que la posmodernidad ha dado ya sea el papel de víctimas o el de agresores, sino también a ese que ha asumido un lugar de escucha particular frente al dolor que trae un sujeto a consulta. El pensamiento crítico no va de la mano con una toma de conciencia acerca de los lugares de desigualdad que ofrece la posmodernidad, sino con un asumir aquel lugar que se llegue a ocupar en cualquier estrato social. El psicólogo, mucho menos el analista, no están para ayudar o defender a los agredidos y señalar con el dedo a los agresores, sino para escuchar el dolor de un sujeto que se ve llevado, bajo la dialéctica del discurso capitalista y esta condición posmoderna donde nadie asume un lugar de autoridad, a articular un síntoma social. En la medida que la psicología logre entender que no se trata de un discurso Amo ni de enfrentarse al sistema, sino de responsabilizarse por escuchar a un sujeto, escuchar las subjetividades que en ésta época se juegan, aquellos sujeto en los papeles de agresores y de víctimas, de policías y estudiantes, podrán responsabilizarse ante la vuelta de una autoridad simbólica que propicie espacios discursivos que promuevan el lazo social; la palabra por encima del acto, el profesor por encima del policía armado, el político por encima del corrupto (separación que el cinismo posmoderno no logra visualizar), la autoridad por encima del poder. El advenimiento de esto no supondría una utopía ni la cancelación del síntoma social sino la posibilidad de identificarse con éste, indicarle un sentido, apalabrarlo y darle lugar en lo que lleva a configurar la historia de un pueblo, qué como se sabe, siempre está teñida de vicisitudes.


Jorge Ramírez Richmond.


Bibliografía.

Corominas, J. (1994). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos.

Lacan, J. (2002). Analiticón. En J.A. Miller (Ed.), El seminario de Jacques Lacan: libro 17: el reverso del psicoanálisis (pp. 211-223). Buenos Aires: Paidós.