viernes, 21 de enero de 2011

Genome-Wide Scan: la histeria y el tarot genético de la hipermodernidad.

Una reciente nota publicada en el diario New York Times "Heavy doses of DNA data, with few side effects", vuelve a traer sobre la mesa un viejo problema ético que pone en entredicho el recurrente affaire del paradigma médico-biológico (con su traje hecho a la medida por las ciencias duras) con las propuestas psicodiagnósticas y de tratamiento (con su respectivo vestido neurobiológico-genético).

El citado Genome-Wide Scan (GWS), vagamente traducido como exploración amplia del genoma, supone la identificación de factores de riesgo genéticos para las enfermedades comunes (aquellas en boga, evidentemente) en in-dividuos suceptibles de adquirirlas. Dicha aplicación, desmesuradamente difundida por el mainstream media,espera que tras una recopilación exhaustiva de todos los datos (valga el pleonasmo) genéticos y ambientales que darían lugar a una enfermedad (volviendo a un modelo monotético de diagnóstico), se pueda intervenir "en" (no "a") estas personas. Dicha difusión actual realizada por los medios de comunicación masiva, encontraría su habitual crítica si no se viese, el mismo argumento, sustentado por los investigadores en el campo de la genética. De manera más cercana y precisa, para situarlo también en nuestro ámbito costarricense, recientemente en un conversatorio realizado en la Universidad Latina de Costa Rica, el Dr. Gabriel Macaya Trejos desarrolló esta idea pero en torno a una a los trastornos mentales. No está de más comunicar el horror que su argumentación científica provocó en mí y en mis fantasmas de augurios (ya que pronto entraremos en el campo de lo esotérico, no en el sentido aristotélico) de nuevas políticas de control que, bajo el sello neurobiológico-genético, adormecerán a muchos en un nuevo sueño realizado con el material reciclado de la eugenesia.

Sin embargo, no desesperemos y antes de sufrir un "panic attack colectivo", prestemos atención a la confusión del cual un cierto discurso se ve presa nuevamente y más importante aún, por qué razón.

El artículo de Tierney (2010), presenta esta confusión bajo la forma de una pregunta -ya no tan hipotética- a la luz de las restricciones de control impuestas por el estado de Nueva York al GWS, imposibilitando a entidades privadas a vender esta exploración SIN la supervisión y aprobación federal (obviamente, los imperativos categóricos tienen su particular modalidad en el modelo ético neoliberal). No por capricho se habló de neoliberalismo ya que esa pregunta, causa de confusión, indica un excedente de la demanda sobre la oferta: ¿qué sucederá cuando los protectores públicos (el gobierno federal), se vea excedido en sus labores de supervisión sobre la demanda generada por los consumidores al GWS?

Está pregunta plantea dos importantes puntos análisis acerca de la confusión presentada.

En primer lugar, las medidas de protección se realizaron con miras al consumidor y en la posibildad de que éste reciba erróneas interpretaciones de los resultado (una relación de poder se inaugura en un discurso dominate, para pensar un poco en Foucault) por parte de las empresas privadas que ofrecen el GWS, siendo que, ni el mismo gobierno ni la comunidad científica, ponen su reputación en un inexistente índice de confiabilidad (consenso arbitrario) y por consecuente de validez donde el objeto como tal corresponde a su nombre (por poner un ejemplo de esta forma de realismo medieval donde se presupone un orden natural preexistente al observador, el alzheimer y los resultados del GSW [el objeto y la cosa] es unívoca, el observador sólo constata lo que presupone; y ni hablar de los trastornos mentales que siguen la misma línea de establecimiento en el DSM). Sin embargo, por no haber un consenso arbitrario establecido, la validez no se sostiene y las disputas entre Amos vienen a lugar.
Lo interesante y confuso para estos Amos yace en que no hay ansiedad por parte de la gente a someterse a estas exploraciones. Por el contrario, están dispuestos a saber y hasta a pagar, sin importar en mayor medida los resultados que puedan salir respecto de sus cuerpos.

En segundo lugar sale a la luz el asombro por cómo muchas de estas personas, a pesar de encontrarse y confirmarse ciertas condiciones, no cambian sus hábitos de suceptibilidad. Por el contrario, se someten a más estudios comprobatorios; por ejemplo la persona cuya interpretación de resultados da lugar a una suceptibilidad al cáncer pulmón, no dejaría de fumar sino que constantemente se sometería a exámenes médicos comprobatorios: placas torácicas, citologías de esputo, broncoscopías. toracotomías, en fin la lista tiene el límite de la imaginación de las formas en que se puede comprobar (e imaginar) de manera invasiva en el cuerpo(aún) "esa supuesta falla inicial".

Frente a estos dos puntos, no hace falta saber que estamos ante una vieja y conocida forma de confusión frente a una desconocida pero habitual forma de proceder que adahora, tocando de puerta en puerta, ponía en entredicho un saber que no le alcanzaba (ni antes ni ahora)para definir su deseo: la histeria. Quien toca a la puerta de un nuevo Amo, es la histeria nuevamente, para volver a ridiculizarlo, hacerlo caer y desnudarlo de su indumentaria neurobiológica-genética para develar aquel viejo y fallido cuerpo del paradigma anato-patológico de finales del siglo XIX que alguna vez le prometió, entregar, al igual que ahora, "el domingo de la vida", la felicidad.

El precio de esta promesa, que en todas la épocas el Amo debe pagar, empieza por mostrar nuevamente el nombre en la factura: el modelo médico-biológico. En esta ocasión, no está el consenso arbitrario que es el que siempre ha otorgado la ilusión de confiabilidad, validez y objetividad en el método científico. El emperador no sólo fu estafado y está desnudo sino que duda antes de salir para curarse en salud.

La hipermodernidad no sólo ha llamado a un particular discurso dicurso histérico sino que éste ha definido un nuevo Amo particular. Si es la histeria quien define el tratamiento, no es casual que, en la época de las terapias alternativas, flores de Bach, yoga occidentalizado y cuanto disparatada oferta alcance la demanda, la neurobiología-genética, sin escapar al espíritu de una época y en el afán de situarse en un discurso Amo y responder definitivamente, adquiera un caracter esotérico, destino al que fue llevado alguna Antoine Court de Gébelin como iniciador de la interpretación del Tarot. Dicha interpretación, si en un inicio adquirió valor científico en la medida en que se apoyaba en investigaciones lingüísticas realizadas con la escritura egipcia, adquirió posteriormente una modalidad lúdica de adivinación popular que no esperó a que el desciframiento de los jeroglíficos por parte de Champollion desacreditara las investigaciones Court de Gébelin; la histeria de la época, ya lo había hecho. El funesto final de Court de Gébelin, electrocutado en un experimento con Mesmer, evidencia el último precio final a pagar cuando se confunde el conocimiento con la verdad.

Aunque es mucha la crítica y el comentario que se puede desprender de este tema(el desdén y la apelacion a la objetividad cuando se juega un elemto de subjetividad desde el momento en que hay interpetación de datos; la imposibilidad de dar con un tratamiento cuando es precisamente por fundamentrse en modelos descriptivos que no tienen como fudamento un marco teórico estructural, etc.) y del artículo, sí podemos vislumbrar que, ante el inminente final pronosticado de las psicoterapias, la respuesta histérica, del sujeto hipermoderno como llamaría Gilles Lipovestsky, convoca a un lugar particular, a un espacio que en algún momento respondió pagando no con la mirada ni la imposición de la palabra, como lo hacía el paradigma anato-patológico y como lo hace hoy en día, con algunas variantes, el paradigma neurobiológico-genético con la mirada virtual que ofrece la tecnología médica y con la imposición de la pastilla suprimiendo la palabra, para aludir a la farmacoterapia). Sin embargo, tanto ayer como hoy, la consigna a la escucha y la apertura a la palabra se mantiene y a necesidad de desligar (sin desdeñar) la psicoterapia o lo que es propio de la psicoterapia de un modelo médico-biológico que ejerce sus efectos de poder al apelar a un positivisimo que no encuentra cuantificación, ni mucho menos, objetivización en el sujeto.

lunes, 18 de octubre de 2010

Del qué-hacer del ser costarricense.

Recientemente, una amena tertulia entre coetáneos cuya opinión tengo en muy cara estima, trajo de vuelta a mi memoria un tema que desde hace algún tiempo me había hecho cuantiosas preguntas y que dejaba inconclusa, por no decir insatisfecha, alguna opinión que me pudiese formular respecto del mismo: el impacto de las trasnacionales en la subjetividades que se juegan en nuestro país. Más allá de complicar esta interrogante, formalizarla y sistematizarla para dar lugar a la realización de un ejercicio de respuesta bajo la más agudizante rigurosidad científica ( la cual recientemente encontré, se hacía síntoma en mí bajo el desdén hacia el llamado discurso universitario [enlatado, enclaustrado, jerarquizado y cualquier otro sinónimo que advenga por antonomasia como su epíteto]), trataré de cotidianizar un fenómeno que, en el marco del ámbito nacional, a muchos puede haber llamado la atención, pero que encontraron pocos recursos o herramientas teóricas para ejercitar un ensayo de ideas que más que una respuesta, ampliara y conceptualizara una pregunta que interrogase más sobre el mismo.
En primer lugar, para emprender susodicha tarea, es necesario cronologizar una serie de acontecimientos que puedan situar un poco el contexto actual a la luz de la actual situación laboral y los movimientos que se han dado.
A un muy cotidiano y manifiesto parecer, en el año 1998, la llegada de Intel al país sería el factor desencadenante de una actual sintomatología social en relación al campo laboral y la fuerza de trabajo en la región costarricense: las invasiones bárbaras en territorio nacional oficialmente habían comenzado.
En las postrimerías del año 2000, la misma generación que saldría a las calles con el llamado “Combo del Ice”, la misma generación de jóvenes representante de la gama de estudios bajo el título de la cultura del guaro retomado del título homónimo del documental de Carlos Freer de 1975, sería la misma generación que daría la bienvenida a una nueva forma de ocupación laboral con la llegada de compañías transnacionales: las formas de trabajo de la población universitaria en nuestro territorio, estaba a punto de cambiar.
En mis primeros años universitarios era fácil, a partir de la cotidianeidad pretileña y de intercambio social cara a cara (aún recuerdo utilizar los teléfonos públicos frente a la biblioteca de la UCR para coordinar la algazara nocturna; celulares, SMS ni mucho menos Facebook eran concebibles) realizar un clasificación o tipología de la población estudiantil de educación superior: aquellos que era estudiantes tiempo completo (con lo que dicha “complitud temporal” suponía: cafés, tertulias y demás actividades hedonísticas que acompañaban la vida estudiantil) y aquellos que disponían de un ajustado cronograma de actividades para distribuir el estudio (con las anteriores inclusiones) y el trabajo en el recorrido de sus vidas. Estos llamados “trabajos de estudiante” respondían a labores de medio tiempo a lo sumo, un cuarto de tiempo por lo general, y en elcaso de las univesidades estataes, en yuxtaposición con el entonces justo y eficaz sistema de becas (el cuestionamiento implícito actual dicho sistema es un tema, entrada si se quiere, para otra ocasión y que va más allá del cuestionamiento del mismo, alcanzando en sus raíces al lánguido sistema educativo de la Costa Rica actual) y cuya finalidad era proveer de una cierta estabilidad a las prioridades del persona: los proyectos estudiantiles y las posibilidades de adquirir un grado académico que le permitiesen ejercer una profesión.
En el trascurso de este período, poco a poco el horizonte de la vida estudiantil, bajo el arribo de estas nuevas transnacionales, empezó a cambiar bajo una nueva modalidad de trabajo que ofrecía horarios de medio tiempo, altamente remunerados en comparación con los llamados trabajos de estudiante: la era de los sportbook había llegado.
Nuestra sencilla tipología estudiantil empezaba a resquebrajarse y ahora encontraba una fuerte revisión a la luz de esta nueva ola de empleos. Si bien se mantenía la división bilateral inicial que, en principio y de manera muy salvaje, optamos por realizar, ahora lo universal de esto encontraba significativos cambios en sus particularidades. Al segundo modelo de estudiante que habíamos referido, ahora la finalidad del trabajo cambiaba poniendo el acento, no en la estabilidad de la vida estudiantil sino en la estabilidad económica de la persona otorgándole un ganancia de más por encima de la finalidad originaria. Esto devino en un cambio en el primer modelo mencionado ya que aquellos estudiantes que podían prescindir de un trabajo, manteniendo su vida estudiantil con los recursos familiares que le eran facilitados, ahora también cedían a ese de más que ofrecían los espacios laborales. Repentinamente empezó a resultar cada vez más extraño el nuevo tipo de estudiante que se estaba gestando: el que breteaba en un book los fines de semana o días de por medio entre semana. Mayor sería mi extrañeza en ver este tipo de estudiante en una facultad de Letras, donde curse mis primeros años universitarios y donde pasaría de ver compañeros que trabajan en librerías o centros de fotocopiado, a esta nueva variedad de cultivador intelectual donde Cortázar, Barthes y Chomsky encontraban espacios en conversaciones que involucraba hablar también de los training, temporadas deportivas y apuestas. Los anglicismos se colaban entre las más rigurosas discusiones sobre la gramática de la lengua española y la opulencia tecnológica que los inflados salarios permitía, eclipsaba el barullo provocado por la molestia ante los precios de las antologías de los cursos de literatura. Mi extrañeza encontró en ese momento una sordera que no volvería a verse importunada sino hasta cuando las letras y las palabras me llevaron por distintos rumbos académicos.
La época era la segunda mitad de la primera década del siglo XXI. Los books, o el término como tal, había caído en desuso por no decir ignominia: los call center ahora dominaban las cartas de presentación de esta segunda modalidad estudiantil. Hewlett Packard (HP para los de la generación del KFC o BK; lamentable y esotérica broma que entenderán aquellos que todavía vamos a comer pollo a Kentucky) ahora consolidada junto a otro innumerable grupo de transnacionales, ahogaban ahora el mercado laboral. Fue cursando ahora mis estudios en psicología que me percate de mi sordera lo cual agudizó nuevamente mi escucha. Entre esta llamada segunda modalidad de estudiantes, los anglicismos habían desaparecido y ahora la lengua anglosajona dominaba gran parte de sus conversaciones telefónicas y cotidianas cuando coincidían con sus compañeros de trabajo. Para mi mayor asombro, no sólo la lengua materna encontraba desdén sino que el nombre propio de la persona era traducido. Ingenuamente se podría creer que esto último respondía a alguna regla de naturalización antroponímica, mientras que esto primero se debía a la petulancia de la gente en estos ambientes laborales. Inquiriendo al respecto encontré respuestas tan insuficientes como las suposiciones que en primera instancia se supusieron.
En primer lugar encontré el uso de la lengua anglosajona en todo momento, responde a políticas organizacionales en donde el cliente que hace una llamada, encontraría extraño y hasta irrespetuoso escuchar, más allá de su operador, voces que articulan una lengua que desconoce. Por consecuente, el uso del inglés en estos espacios, no sólo se despliega en las llamadas con el cliente, sino en la interacción entre compañeros de trabajo. Esta sencilla explicación, que tranquilizaría al más soliviantado inquisidor, encontraba seria dificultades al comprobar que una parte de estas personas, en cotidianeidad y fuera de sus espacios de trabajo como apuntábamos, continúan en sus conversaciones telefónicas y reuniones sociales, intercambiando expresiones en este idioma. Me abstengo de recurrir a la hermosa explicación ockhamiana que una buena amiga me dio ante estos esto aconteceres: “¡bañazos!”. No obstante, dicha explicación no puede dejar de articular, bajo su talante descalificativo, un núcleo de agresividad que en este caso no es del orden del azar y que indica algo que se produce en el espacio de las subjetividades y que indicarían un sentido a dicha fenómeno. Es decir, no es casual que esto produzca tanto asombro en quien lo escucha como enojo; en mi caso, extrañeza que trato de apalabrar.
En segundo lugar, el cambio del nombre propio encontraría radicales revisiones en la onomástica, sin embargo, muy pobres resultados si nos quedamos satisfechos con esta única perspectiva. Al igual que la renegación de la lengua española, en favor de la lengua inglesa como se situó anteriormente, el cambio del nombre estaría en función también de las políticas del servicio al cliente en donde, siendo la mayor parte de éstos, de origen anglosajón, se pretende que encuentren familiaridad en su comunicación con los agentes de servicio. De esta manera, Miguel Rodríguez, de ahora en adelante será Mike, Miguel Fernández, Michael, Miguel Acevedo, Mickey y cuantas variantes anglosajonas se le pueden hacer al nombre de origen castellano. Ahora, si las variantes han sido agotadas, como me lo comentó una amistad, Miguel Mora será Chris, siendo que no exista en el mismo espacio algún Cristian o Cristina que hayan tomado dicho nombre. Es decir, que el cambio no está siquiera en función de una naturalización antroponímica. Poco importa el sentido del nuevo nombre excepto para la mencionada finalidad de la empresa en sí; es decir, que al igual que adahora, cuando un número representaba a un obrero en las maquilas, ahora estos nombre adquieren la forma de una expresión algebraica. En lugar de ser 134, ahora se es Chuck; sin ninguna relación con el nombre propio, ya sea Carlos o Andrés. La diferencia y lo corta que queda esta respuesta para dar satisfacción a la interrogante es lo siguiente: antaño, el empleado se podía quejar de ser sólo un número en una empresa, que al sonar la sirena de salida después de la jornada laboral, podía volver a su hogar para volver a pronunciar el nombre que lo inscribía en sociedad. Ahora, al igual que como señalábamos con el uso del idioma, Andrés (o Carlos) se ha convertido en Chuck, aquel que al revisar su cuenta de Facebook, realiza comentarios en inglés en su muro o en el de sus amigos: “¿rebañazo!” -imagino exhortaría esta buena amiga-. A todo esto podría alguien me podría proporcionar una muy válida objeción: “Usted dice que esto de que alguien lo llamen Chuck, por ejemplo, es contraproducente y producto de este nuevo fenómeno, pero ¿qué no esto no tendría el mismo valor que el uso de un cariñoso apodo o diminutivos en el nombre? A muchos, los amigos los llaman afectuosamente de una forma y los familiares de otra; entonces ¿qué diferencia hay con esto que usted menciona?” A dicha refutación a nuestro argumento no podemos hacer más que señalar la diferencia que deviene. Estos “cariñosos” apodos o diminutivos, siempre eran utilizados por la persona en un ambiente cotidiano, casual si se quiere, en tanto que como inscripción social, Chuck, no era otro que el Carlos Mejía Ramos, Msc. Carlos Mejía Ramos o algún otro título, no necesariamente académico, como Don Carlos Mejía Ramos o el señor Mejía. Ahora bien, Carlos Mejía Ramos, no sólo es Chuck en cotidianeidad sino que ese mismo título de inscripción social lo adquirió en su ambiente laboral. También a esto podría venir otro argumento: “De nuevo usted y sus pesimistas argumentos no pueden tolerar que las nuevas políticas empresariales y de servicio al cliente, han vuelto el ambiente de trabajo un lugar menos propicio a una estricta formalidad que no sólo disminuye los índices de estrés entre los empleados, sino de la clientela”. “La formalidad del tiempo de antes - se no diría- es cosa del pasado (el tema de la vestimenta casual, zapatos Crocs, pijamas, ya no sólo en los odontólogos por cuestiones asépticas, sino en gran parte del personal de salud, y como la salud ahora es tema en boca de todos, ); ahora el asunto es más relax…” A este “breve” contraargumento, no puedo menos que responder con la evocación de una de las escenas de la magistral película de Joel Schumacher, Falling Down (1993), traducida al español como Un día de furia. En la escena rememorada, el personaje de William Foster, interpretado por Michael Douglas, entra a un restaurante de comidas rápidas y alterado por haber rebasado por unos pocos minutos la hora de ordenar el desayuno, entabla un acalorado diálogo con la cajera y el gerente: Sheila y Rick, respectivamente (nombres que curiosamente, aún después de haber visto la películas hace algunos años, aún puedo recordar). El diálogo lo trascribo, en la traducción al español, como sigue y en breve respuesta a la última objeción:

W.F.: Yo sé que ya dejaron de servir desayuno Rick; Sheila me dijo que ya
dejaron de servir desayu… ¿Por qué los estoy llamando por sus nombres propios?
Ni siquiera sé quiénes son. Llevo siete años y medio trabajando para mi jefe y
todavía le digo señor, pero de pronto, siendo un completo extraño, entro aquí y
les digo Rick y Sheila, como si estuviéramos en una reunión de alcohólicos
anónimos… No quiero ser tu amigo Rick, sólo quiero mi desayuno.

Este sucinto diálogo, evidenciaba un punto de ubicación de la cultura estadounidense a la cual el largometraje fuertemente criticaba en una sus múltiples lecturas. Casi 18 años más tarde, la cultura costarricense se ve envuelta en esta temática que el proceso de globalización ha vuelto “de todos”.
Recientemente, frente a un problema de envío por unos los libros que había mandado a traer de Inglaterra, intercambié una serie de correos con la representante de la librería virtual, quien dio pronta solución al infortunio. En el intercambio de correos, no pudo más que llamar mi atención las firmas al final de cada correo con sus respectivas solicitudes y respuestas; de mi parte, Jorge Ramírez Richmond, de su parte, Myra. Me pregunté por esta Myra, si su nombre respondía al de un hombre o al de una mujer: la respuesta -me dirán algunos- es más que obvia, pero cuando es la letra la que da soporte a esto sin una materialidad representante, y más aún en Internet, la duda no puede dejar de venir. En segundo lugar, ¿Myra qué?, ¿es el nombre propio o el apellido? Y si fuese el primero, ¿qué ha pasado con su procedencia? Lo único que sabía es que esta Myra (suponiéndola mujer) era representante de una librería virtual en Inglaterra; muy atenta por lo demás, amena y agraciada en sus respuestas escritas, en los múltiples intercambios, que invitaban a una formal intimidad. Sin embargo, no quise arriesgar un intento de cortejo virtual ante la ausencia de procedencia. ¿De dónde era (porque a pesar de que la tienda tenía su ubicación física en Inglaterra, ¿cómo saber si ella respondía desde allí o era alguna representante de servicio al cliente ubicado en algún otro país?) y de quién era hija? Ni loco pensaba arriesgar a intercambiar misivas con una desconocida que a largo plazo, no podía siquiera otorgar segundo apellido ni mucho menos nacionalidad. Estos locos y donosos pensamientos que el más riguroso y serio de los “pensadores” de hoy en día vería de mala gana, en realidad vienen a poner sobre la mesa un último argumento a este fenómeno que se está viviendo no sólo en el mundo, sino en el país: la renegación del apellido.
Esta nueva época y las relaciones laborales que ahora no encuentran límite temporal y por consecuente social (el teletrabajo y similares modalidades evidencia esto) ha puesto en evidencia una nueva generación no sólo carente de nombres propios y afásicos respecto de su lengua materna, sino también sin apellido. Ante esto, no es imprudente aseverar que esa generación donde surgió una reedición de la cultura del guaro, que se manifestó en las calles costarricenses frente al “combo del ICE”, se ha vuelto una generación huérfana, sin padres, ni mucho menos posibilidades, dada sus menesterosas herramientas, para lograr algún tipo de afianzamiento a la cultura, armar un lazo social sin los recursos de una dimensión tecnológica que l/n-os aliena de la propia alienación que nos estructura. No es casual que hoy en día, la adolescencia muy perversa y posmodernamente haya roto las leyes maduracionales que la definen como período evolutivo y se extienda más allá del rango de 19 años de edad como aparece definido por la OMS. Actualmente, la adolescencia parecería alcanza la cuarta década de vida de un ser humano y amenaza con irrumpir dos lustros más. Madres e hijas son confundidas por hermanas y los padres se han vuelto, para usar un término de nuestra jerga, “compas” de sus hijos. Evidentemente, no se está haciendo un reduccionismo salvaje, tan sólo se habla del general de la cuestión de un asunto que no puede pasar desapercibido. El cambio en las formas de vida laboral no es sin consecuencias, sin embargo aún es atrevido señalar que estas consecuencias tienen relación directa con este cambio. Lo que sí queda en evidencia es la marca de una generación, el tatuaje que la inscribe en su radical singularidad (no casualmente, lo que caracteriza también a esta generación, son las marcas en el cuerpo como los tatuajes, los piercing, las cirugías estéticas que, más allá de la inscripción, lo llevan a la mutilación) respecto de otras porque, si bien en nuestro territorio la industria, nacional o multinacional siempre ha requerido de cuantiosa cantidad de obreros, hoy más que nunca, las condiciones de esa industria muestran un fenómeno en cuestión: la caída de un nombre. En anteriores publicaciones ya he mencionado hasta el hastío el tema de la caída del Nombre-del-Padre en la actualidad, mas ahora, el tema del nombre propio, encarna este desplome bajo una forma de renegación.
No creo necesario, como se hace desde algunas posiciones, criticar desfavorablemente estas nuevas modalidades de trabajo. Como se dijo anteriormente, nuestro país siempre se ha caracterizado por una fuerte mano de obra técnica que, en representación de una clase social particular, aspiraba a distintos lugares en relación a esto último pero en cuanto a su espacio de trabajo. En otros términos, lo que importa es la posición social en relación a los ingresos y no al puesto que se desempeña. Esto es lo particular de las subjetividades que actualmente se ven definidas y que estas nuevas modalidades de trabajo demarcan ya que ofrecerían esta promesa de posición bajo el depósito quincenal de un salario mínimo en dólares que apaciguaría una demanda a un estilo de vida bajo la consigna capitalista del consumo. Sin embargo, antes de ilusionar a algunos, no se está entrando en un tema de economía monetaria sino de economía libidinal en el más estricto sentido freudiano del término. Se trata de una circulación de valor que en este caso va de la mano con actos reiterativos en ausencia de inscripción. Así, Chuck, Mike, Michael y Mickey, en ausencia de apellido, nombre propio, lengua materna o lugar de pertenencia, se dan a su propia búsqueda en el único espacio que da lugar a esa promesa, aquel que es definido por la publicidad bajo las consignas consumistas. El hedonismo epicureísta se ha leído con la más estricta rigurosidad, exactitud y precisión (como esta época lo exigen) y el balance de perfección mente-cuerpo se encuentra ahora articulado con las jornadas laborales de tiempo variable, las clases de yoga, el gimnasio y las papas fritas compradas en el “autoMac” (que ahora se extiende más allá del espacio del restaurante para ocasionar embotellamientos en las carreteras circundantes) y con el estéreo del automóvil a los más altos decibéles.
Los títulos universitarios hoy se han vuelto accesorios, instrumentos de utilería en alguna oficina, parte del inmobiliario si se quiere que inscriben a muy pocos. Ahora, muchas de estas personas optan por recibir cursos que les otorgan certificaciones técnicas que les ponen en mayor competencia respecto de sus funciones y posibilidades de ascensos que el que otorgaría un título universitario. En la breve e evolución de este proceso a lo largo de unos de 12 años, poco a poco el discurso en boca de la generación aquí en cuestión fue desplazándose de sostener uno de estos trabajos mientras se saca a un grado universitario a sacar un grado para decir que se es alguien a no sacar del todo un grado universitario. No hay desaprobación ni censura a esto último que estamos diciendo. Sin embargo, la condena y la censura vendría de parte de las personas mismas y de la manera como en estos nuevos espacios de trabajo, la gente se define.
Actualmente, además del nombre propio, la lengua materna y el lugar de procedencia, las personas en estos espacios, como situaron aquellos que me llevaron a retomar esta reflexión, han perdido un lugar de soporte bajo lo que hacen y como esto los define. No es casual que la angustia, pura y como tal, sin palabra y con todos sus efectos advenga en gran parte de estas personas cuando se les pregunta por lo que son sin que puedan elaborar si acaso un argumento retórico, ostensivo o lexicográfico de su ser. Si bien la ontología nunca ha sido sin violencia, tampoco deja de acarrear consigo un efecto apaciguador, motor de producción e inscripción. Así concluyo con el anecdótico origen de la filosofía como profesión, atribuida a Pitágoras de Samos en respuesta a una inquisición realizada por el príncipe de los fliasios, León, acerca del arte del que éste hacía oficio. Pitágoras le responde que arte él no sabía alguno, sino que era filósofo.
Mi nombre es Jorge Ramírez Richmond y aunque pasé formalmente por el lecho universitario de la filología y la psicología, sin despena admito que relaciones extraacadémicas he tenido incontables (y sigo sosteniendo); soy investigador social.

domingo, 23 de mayo de 2010

Psicología y autoritarismo: soslayando la dimensión simbólica de la autoridad.

Recientemente se celebró el VII Congreso Nacional de Psicología del Colegio Profesional de Psicólogos de Costa Rica, en donde se vio articulada una preocupación fundamental en voz de gran parte de los participantes así como de los exponentes. Dicha preocupación, ya se veía anticipada en el nombre dado a la temática de este congreso: “La psicología en tiempos de crisis: construyendo propuestas”. Dicha temática se desprende, de acuerdo a la presentación del congreso y en sus múltiples ponencias, como reacción al período de crisis por el cual está siendo atravesada la humanidad. Sin embargo, queda aún por realizar la pregunta, luego de finalizado el congreso, ¿cuál crisis? Dicho cuestionamiento no se realiza arteramente; por el contrario, se le da a la pregunta su función en el primer nivel, el de conocimiento. Si bien bajo el fracaso del modelo económico existente bajo la bandera del neoliberalismo se presentificó lo que se concebía por crisis en este congreso, una mayor preocupación se vio latente en lo manifiesto de las múltiples presentaciones.

Respecto a la etimología del término crisis, Joan Corominas en Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, refiere dos derivaciones. Del latín crisis, ésta indica una “mutación grave que sobreviene en una enfermedad para mejoría o empeoramiento” (Corominas, 1994). En esta medida, la crisis no sólo está relacionada con un estado de malestar, sino que el cambio que ésta supone, está supeditado a consecuencias benéficas o, bien, iatrogénicas. En su segunda derivación, de la cual proviene aquella previamente mencionada, la palabra alude a un “momento decisivo en un asunto de importancia, del griego κρίσις ‘decisión’, derivado de κρίνω ‘yo decido, separo, juzgo’” (Corominas, 1994). Es decir, la crisis tiene que ver, no sólo con una separación, una división, sino con la posibilidad de decidir sobre la misma, de asumirla. Valga un paréntesis para señalar que desde el dispositivo psicoanalítico, parecería que la palabra en su raíz etimológica, pierde su acepción peyorativa para dar lugar a ese fin lógico de la cura en donde el sujeto se asume en su división estructural. Es decir, para hablar de un fin de análisis, vendría tremendamente bien hablar de crisis.

Sin embargo, volviendo al cuestionamiento de la temática del Congreso en mención, la acepción que se daría a crisis, respondería más a la primera derivación en donde la palabra enfermedad, no escaparía a un imaginario que no dejaría de situar ésta en un momento actual y en función de ciertos desencadenantes.

Estos desencadenantes no van a dejar de tener rostro bajo esta preocupación manifiesta de la cual se ha estado hablando y que ya fuera verbalizada en las múltiples conferencias y ponencias durante el Congreso. La articulación de esta preocupación apuntaba, en una gran parte, a dirimir la responsabilidad para dar lugar a la culpabilidad. Se culpa a esos grupos de poder que bajo la égida neoliberalista, acallan a un buen grupo de la población, entre estos, los pacientes/clientes/analizandos (y cuanto sinónimo/neologismo psicologista aconteciese para dar nombre a ese sujeto que demanda) así como a sus psicoterapeutas. Es decir, el momento histórico bajo el cual el mundo se encuentra, ha fragmentado a la población en dos partes; por un lado los culpables (aquellos en las altas esferas de poder) y por otro las víctimas (aquel sector de la población que no se encuentra en esta esfera de poder [pacientes y psicólogos incluidos, como se dijo]). La fragmentación no llega hasta aquí; una tercera parte se vislumbra. Para efectos de una lectura simbólica, más adelante se analizará este tercer lugar. Para efectos imaginarios, manifiestos si se quiere, estos tres lugares fueron bien delimitados en el Congreso. A saber, si hay víctimas y culpables, un tercer lugar imaginario devendría el de aquellos que logran salirse del discurso de la manipulación para dar lugar al pensamiento crítico que cuestionase el lugar de estos autoritarios y sus mecanismos de coacción sobre las víctimas: los posibles ejercicios de solución de problemas podían comenzar.

Entre las muchas “propuestas” de los concurrentes, se dejaba oír la necesidad de que el psicólogo tomase un papel más agresivo en la sociedad: “salir del consultorio y tirarse a la calle”, señalaban algunos exponentes así como participantes. Este señalamiento al profesional en psicología, imperativo más precisamente, a “salir”, a censurar el hecho de que por mucho tiempo el psicólogo se había ocultado a la realidad nacional, bajo una práctica clínica privada en la holganza de su consultorio, se convirtió en uno de los más novedosos argumentos, atinado a golpear muchos de los planes de estudios de universidades privadas que, muy injustificadamente – no se desdeñará aquí – han renegado, sino es que forcluido un enfoque social.

Sin embargo, esta propuesta, ya hacia finales del siglo XIX, principios del siglo XX, el mismo Freud la ponía en práctica, para definir el espacio clínico que daría lugar a la teoría y práctica psicoanalítica. Recuérdese como el propio Freud atendía (no bajo la acepción institucional que actualmente se le da al término) en el tren (en el caso del olvido que aconteció al joven académico de la palabra latina aliquis) o en la montaña (como fue el caso de Katharina) y mucho de su escucha se dirigía a la cotidianeidad. De aquí que el análisis no pasa por el diván o por la asepsia del consultorio, sino por la escucha.

Así que, a más de 100 años, los psicólogos se están dando cuenta que el tema no tiene que ver con un consultorio, ponencias, escritos, sino con algo más a lo cual denominaron “salir”. Ahora bien, ¿salir a qué? Porque si bien Freud “salía”, era para escuchar, sostener la demanda de una cotidianeidad que ponía en tela de juicio el concepto de psicopatología al ya no estar este únicamente vinculado con a la noción de anormalidad. La psicopatología es de la vida cotidiana, imposible seguir hablando en términos de normalidad/anormalidad. Más allá fue con este tema, al publicar en 1930 El malestar en la cultura. Escrito en el contexto de la crisis económica de la década de los años 30 y el advenimiento del Tercer Reich, el texto de Freud ensaya una pregunta hermenéutica frente a la miseria humana y la dificultad de las relaciones entre los hombres. El ensayo, nada alentador en término imaginarios de una respuesta a manera de solución, pone sobre la mesa el fracaso de todo intento de utopía social en razón de la agresividad, la hostilidad y la crueldad inherentes al ser humano, no por naturaleza, pero por estructura.

De tal forma que, bajo este marco de malestar, resulta aporístico situar la primera acepción de crisis que referiría a un cambio frente a una enfermedad. Sergio Perazzo, exponente en el Congreso, lo planteó de manera sucinta y admirable al apuntar a su biografía y preguntarse si en algún momento se han vivido tiempos que no supongan crisis. Asimismo, invitó a la espera (condición intolerable para los hijos de la posmodernidad) en cuanto a la construcción de ese cambio que exige todo período de crisis, por consecuente, todo período de la humanidad. Dicha advertencia pasaría inadvertida frente a los múltiples pedidos de ayuda de parte de esta comunidad científica en los tres días que duraría el congreso.

Si se pudiese articular en un suceso de la cotidianeidad nacional que impactó a la comunidad de psicólogos del país para articular su preocupación y su demanda de ayuda en este Congreso, sería el de los acontecimientos recientes en torno a los despliegues del poder frente al pueblo; más puntualmente, el accionar del poder armado frente a la comunidad estudiantil. Los sucesos del 12 de abril en la Universidad de Costa Rica, así como los acontecimientos del 13 de mayo en el Liceo Vargas Calvo, donde en ambos casos, los estudiantes se vieron enfrentados con la policía, ha dejado una profunda preocupación dada la sospecha hacia un despliegue autoritario que pretende acallar los últimos bastiones del conocimiento y el pensamiento crítico. Por consecuente, es deber del psicólogo defender este último espacio en defensa de los derechos de los ciudadanos y el pensamiento crítico que las altas esferas de poder (esos viejecillos malvados en sus tronos capitalistas) pretenden silenciar. Si párrafos atrás se trató de justificar cualquier lectura sarcástica que se le pudiera dar a una pregunta que se formuló, en este caso, ocurre todo lo contrario. Sin embargo, más allá de utilizarlo (al sarcasmo) en su función descalificadora, aquí surge para hacer énfasis sobre un recurso imaginario que circula en el discurso de la psicología, obturando una dimensión simbólica de la experiencia humana, obturando la escucha del significante. El psicólogo oye el ruido, ve el despliegue autoritario y se queja, sin embargo, no escucha el significante, no mira aquello su ceguera, aquello falta.

En primer lugar, cuando acontecieron estos sucesos, los medios de comunicación oficiales (noticiarios y periódicos) y extraoficiales (blogs y videoblogs) presentaron imágenes en donde se ubicaban dos personajes en un escenario: los estudiantes y la policía. Interminables fueron las imágenes que se reproducían de estudiantes y policías ejerciendo los papeles que les fueron asignados, para unos la protesta y para otros la fuerza y el poder. Posteriormente, aparecieron dos personajes, bajo el traje los adultos, luego que aconteciesen estos hechos. Unos criticaban la actuación de los estudiantes, apelando a epítetos como chancletudos en el caso de los universitarios y vándalos en el caso de los colegiales. Los otros, lugar al que se avocaron los psicólogos en este congreso, reprocharon fuertemente la intervención del poder armado en las casas de educación, en defensa del accionar estudiantil que reaccionó “naturalmente”, al ver como las fuerzas armadas tomaban el último bastión que defiende la libre expresión. Por un lado Jorge Rojas, director del Organismo de Investigación Judicial aparece en los noticieros al día siguiente defendiendo a sus oficiales, por el otro, Yamileth González, rectora de la Universidad de Costa Rica, en defensa del estudiantado. De un lado del escenario, panelistas, expositores y participantes llamando a los psicólogos a tomar un papel más activo, salir de sus consultorios y unirse a esta lucha contra el poder que está amordazando el pensamiento crítico, por lado una joven participante expresando su opinión en contra de los “chancletudos”. Y entre estas galimatías, surge la pregunta, ¿dónde están los adultos? Se dejan ver las imágenes de estudiantes contra la policía, las “víctimas” contra el “poder”, pero dónde están los directores de escuela, la figura del maestro o profesor, no como figura imaginaria, sino como espacio lógico, simbólico, lugar de articulación de la palabra, posibilitadora del pensamiento. Se habla de poder o autoritarismo, pero ¿la autoridad? Hay que tener muy clara la diferencia entre la autoridad y el poder o autoritarismo. Una gran diferencia marca la distancia entre ambos lugares. Para muestra de esto, un ejemplo. Tras los altercados de Columbine High School, en 1999, se decidió poner una línea telefónica en cada aula que conecta directamente con la estación de policía más cercana, lo cual trae implicaciones tremendamente graves en términos de los espacios que se juegan en la posmodernidad. Es decir, ahí donde el profesor no tiene o reniega de su autoridad, entra el poder, el autoritarismo, el poder armado. Porque si bien, adultos hay y sobran luego de estos altercaos para ubicarse en uno u otro bando y justificar las acciones de aquel al que pertenece, pero que de ese adulto que escucha, de ese representante de un lugar simbólico que escucha el significante. Que de un malestar social se está generando en la población estudiantil para que reaccione tan volátilmente. ¿Qué de este mismo malestar se genera en aquellos sujetos que son investidos por la autoridad para reaccionen también tan volátilmente recurriendo al poder? Se puede ver la diferencia entre llamar a unos culpables o víctimas, y llamarlos a todos responsables.

Este es el tercer lugar simbólico al que se apelaba anteriormente, al lugar de la autoridad que responsabiliza, no del autoritarismo que culpa o victimiza. Muy lamentable fue el uso de estos últimos dos términos en el VII Congreso, significante que deberían desaparecer del discurso de la psicología a favor del significante responsabilidad. El problema de esto recae en la noción imaginaria de que alguien realmente tiene el poder, realmente existe un Amo, y sus injusticias se vuelven razón necesaria para dar lugar a la revolución. El problema de esto ya lo señalaba Lacan (2002) en 1969, cuando, tras las secuelas de mayo del 68, decía que “la aspiración revolucionaria es algo que no tiene otra oportunidad que desembocar, siempre, en el discurso del Amo. La experiencia ha dado pruebas de ellos. A lo que ustedes aspiran como revolucionarios, es a un Amo” (p. 223). Grave solución a la que llegan los psicólogos en este Congreso, ya que esto no sólo devendrá en una lucha institucional interminable (lucha a muerte con el Amo), sino al descuido de aquellos acuden a ser escuchados (no ayudados).

Una muy reiterada demanda en la práctica clínica de los psicólogos, ayuda a ejemplificar lo grave de esta solución. Mucha de aquello que los psicólogos manifiestan se ven enfrentados en la práctica clínica es la llamada violencia de género. Ahora bien, si una mujer acude al psicólogo, manifestando ser víctima de agresión física y verbal, evidentemente se procede a la denuncia frente a las instancias legales y en el mejor de los casos, se suma a esto un proceso con la persona agredida donde se le educa, y se le dan recursos acerca del lugar de la mujer en la sociedad actual. Sin embargo, la realidad ha probado ser otra y en muchos de estos casos, luego de que se procede a la denuncia y a poner medidas cautelares, muchas de estas mujeres vuelven con sus parejas o entablan una relación con un nuevo agresor. Se apela entonces al ciclo de la violencia y la necesidad de educar a estas personas. Mucho se habló de esto en el Congreso, no respecto a este tema, pero si a la necesidad del empoderamiento y la toma de conciencia bajo el pensamiento crítico, tanto por parte de víctimas y agresores. Ahora bien, el problema de esto recae de nuevo en la perspectiva de una educación institucionalizada (de manual) donde se le enseña a la persona a identificar situaciones de riesgo, agresión, sin dar lugar a la posibilidad de escucha. De nuevo, la responsabilidad es dirimida por la victimización o culpabilidad y más allá de escuchar el dolor de la persona, se dice como tiene que proceder automáticamente en estas situaciones, dada la sociedad patriarcal en estos casos, o de corrupción en que se vive. Pero ¿en qué lugar se le dice a la persona: la escucho? En qué momento una mujer agredida es dejada en manos del INAMU, para luego el psicólogo volver a las luchas sociales contra la injusticia por parte de las altas esferas de poder, patriarcales además de las cuales son víctimas ellos y sus pacientes. Como se dijo, en el mejor de los casos, se da una labor de seguimiento, contención y educación, pero en qué momento se escucha la historia de vida de ese sujeto, de esa mujer que es llevada por la compulsión a la repetición a estar con parejas agresoras, de ese hombre que se ve llevado a estar en situaciones donde el acto lo lleva a agredir a su pareja, la pulsión de muerte bajo un goce que excede las posibilidades del sujeto de tramitar la palabra incurriendo en el acto. Se ven de nuevo los lugares que esta sociedad define, el del poder y el de la víctima pero, y el del lugar simbólico de la Ley.

Las consecuencias de la posmodernidad bajo la caída de los grandes relatos, del Nombre-del-Padre, de la Ley (simbólica) se empiezan a vislumbrar y los psicólogo (y analistas también) no son ajenos a esto. Si bien la denuncia legal y la defensa de los derechos se enmarcan dentro del deber ético de la profesión, no se puede soslayar el deber moral que interpela a la escucha por ese dolor singular que cada sujeto trae a sesión. Este es el lugar de responsabilidad que no sólo atañe a los aquellos que la posmodernidad ha dado ya sea el papel de víctimas o el de agresores, sino también a ese que ha asumido un lugar de escucha particular frente al dolor que trae un sujeto a consulta. El pensamiento crítico no va de la mano con una toma de conciencia acerca de los lugares de desigualdad que ofrece la posmodernidad, sino con un asumir aquel lugar que se llegue a ocupar en cualquier estrato social. El psicólogo, mucho menos el analista, no están para ayudar o defender a los agredidos y señalar con el dedo a los agresores, sino para escuchar el dolor de un sujeto que se ve llevado, bajo la dialéctica del discurso capitalista y esta condición posmoderna donde nadie asume un lugar de autoridad, a articular un síntoma social. En la medida que la psicología logre entender que no se trata de un discurso Amo ni de enfrentarse al sistema, sino de responsabilizarse por escuchar a un sujeto, escuchar las subjetividades que en ésta época se juegan, aquellos sujeto en los papeles de agresores y de víctimas, de policías y estudiantes, podrán responsabilizarse ante la vuelta de una autoridad simbólica que propicie espacios discursivos que promuevan el lazo social; la palabra por encima del acto, el profesor por encima del policía armado, el político por encima del corrupto (separación que el cinismo posmoderno no logra visualizar), la autoridad por encima del poder. El advenimiento de esto no supondría una utopía ni la cancelación del síntoma social sino la posibilidad de identificarse con éste, indicarle un sentido, apalabrarlo y darle lugar en lo que lleva a configurar la historia de un pueblo, qué como se sabe, siempre está teñida de vicisitudes.


Jorge Ramírez Richmond.


Bibliografía.

Corominas, J. (1994). Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos.

Lacan, J. (2002). Analiticón. En J.A. Miller (Ed.), El seminario de Jacques Lacan: libro 17: el reverso del psicoanálisis (pp. 211-223). Buenos Aires: Paidós.

lunes, 22 de marzo de 2010

Laicismo posmoderno: la religión del simulacro.

El proceso de personalización en la sociedad, que ya a principios de los años ochenta, Gilles Lipovetsky anunciaba con el advenimiento de la era del vacío, actualmente no podría encontrar otro lugar de articulación que el de la propuesta de reforma de los artículos 75 y 194 de la constitución política, que proponen la separación entre Iglesia y Estado.

Actualmente, el espiíritu de nuestra época, la formalización (o intento más acertadamente) del lazo social, articulación en el registro simbólico que regula algún tipo de relación, está regido por una forma de discurso, que conceptualizó el psicoanalista Jacques Lacan en 1972: el discurso capitalista. El discurso capitalista no podría proteger más los intereses de su lógica que bajo la forma de una defensa a la libertad de elección. El libre albedrío, sin aparente regulación, encuentra en todo tipo de articulación discursiva, el germen de la égida capitalista: todo se puede. A saber que, todo intento de regulación se vuelve sospecha de totalización. Por consecuente, en esta época no asombra que llegue a las más altas esferas de la jerarquía política, en la rama legislativa, la necesidad de una reforma que autorice la libertad de culto y de expresión religiosa: el negocio puede continuar.

En cada esquina, un local donde se vende salvación, en cada local un pastor y en cada pastor su bolsillo. Aquel de amplio grosor, producto de un diezmo que, de la modernidad a la posmodernidad, del cálculo al simulacro, ya no calcula un ingreso determinado para su donación, sino que vende indulgencias. Si los avances de la tecnología bajo la poderosa campaña publicitaria prometen salvación, liberación y demás quimeras como la felicidad absoluta, la satisfacción del deseo; afánasis del mismo, para darle algún crédito al término de Ernest Jones, goce para, más posmodernamente, traer nuevamente a colación a Lacan, ¿por qué no habría el discurso religioso de situarse en este mismo frente de batalla?

El estado laico posmoderno, ese al que quiere apuntar el Movimiento por un Estado Laico en Costa Rica, no hace más que reproducir ese ámbito privado donde se ven maximizadas el número de elecciones posibles. La llamada libertad de pensamiento a través de la libertad de culto, apunta a ese falso libre albedrío que esta era de simulacro trae al tratar de eludir toda posición panóptica del sujeto respecto de cualquier punto de anclaje. El sinóptico, propuesto por Zygmunt Bauman, lanza al sujeto a ese ámbito privado de los tiempos hipermodernos en donde la religión no sólo no debe entrometerse (o ser entrometida) en los asuntos del estado, sino que es culpable de cualquier intromisión o trasgresión en su contra. Si antes la regulación era dada por la religión y la ideología, hoy es inadmisible que ambos vayan de la mano. La caída del Nombre-del-Padre, como define el discurso capitalista el espíritu de esta época, ha definido un sujeto cuya consigna de libertad no basta para darle soporte.

Prueba de esto es la intervención del estado laico en la educación respecto del estado secular. El resultado, una pugna entre las enseñanzas darwinianas y la doctrina religiosa en su lectura particular de los textos bíblicos, llegando a los más disparatados argumentos, uno en contra del otro. Verdaderamente el hombre de sotana negra en el altar cambio sus atuendos por la gabacha blanca en los laboratorios. El amor ya no es proscrito por la religión, pero por el discurso científico que regula las nuevas pautas de proceder. Como resultado, el amor líquido; concepto también desarrollado por Bauman.

El mundo de los derechos en el que se vive actualmente (¿y los zurdos?), modelado por un nuevo de tipo de relación al servicio de la ciencia, neodarwinismo para dummys que en revistas de modas y estilos de vida, así como revistas no especializadas indumentadas como científicas para el lego (National Geogrpahic, por ejemplo), ha desembocado en una caída de la Ley, simbólica siempre, que en sus representantes imaginarios como son las promulgaciones legales, no hace más que indicar un síntoma social que apunta a la ruptura del lazo social.
Así, aparecen los derechos humanos, formas de violentar la ley simbólica; el derecho a la propiedad privada o derecho a robar sin cuestionamiento; el derecho a la privacidad o derecho al adulterio; el derecho a expresión de opinión o derecho a mentir; el derecho a la posesión de armas o derecho a matar; y, por último, y que aquí atañe, el derecho a la creencia religiosa o la adoración a los falsos dioses. Esto último, no en el sentido teológico sino en el cuestionamiento a un significante, el Nombre-del-Padre, heredero de la tradición judeocristiana que inevitablemente atraviesa la herencia filogenética de las subjetividades en Occidente.

El surgimiento de los estados laicos, remiten a un contexto histórico muy distinto a éste bajo el cual el país ampara la propuesta. Más allá de responder a un respeto por la libertad de culto, a derogar el poder del estado en materia religiosa por el de autoridad (dos lugares a ocupar muy distintos y que la sospecha posmoderna confunde, poder y autoridad), la necesidad de establecer dicha reforma parecería que responde más a ese efecto de la cultura que la consigna capitalista busca en el individualismo contemporáneo. La aparición de sistemas de redes sociales, los avances en telefonía móvil y el teletrabajo por mencionar unos cuantos, han desplazado el ámbito público a un mundo virtual en donde el sujeto queda atrapado, embelesado si se quiere, en la imagen propia que le es devuelta en estos gadgets. Ahora, el “todo se puede”, no sólo bajo el consumo de dispositivos electrónicos, sino de comunicación y todo aquello que ahora ha adquirido un valor de cambio, dejando a las viejas generaciones el valor de uso, encuentra en la religión y en el Estado, dos nuevos culpables para seguir sosteniendo a ese padre perverso de la posmodernidad, del discurso capitalista. Basta que una figura se invista de autoridad para que se sospeche de un abuso de poder y de un goce perverso. Basta con que un político de determinado partido o fracción incurra en un acto de corrupción, para que los demás miembros sean determinados como culpables. Los políticos, todos corruptos y ladrones; los sacerdotes, todos corruptos y abusadores - reza la engañifa posmoderna patrocinada por el discurso capitalista- Parecería entonces, que poco conviene juntar a ambos en un mismo salón o el goce del Amo absoluto, en referencia al discurso del Amo desarrollado por J. Lacan, sacaría el máximo provecho del esclavo.

El establecimiento de un estado laico en Costa Rica, si bien pasa por una reforma legal para encontrar reglamentación, no responde a esto para encontrar formalización. La cantidad de leyes y reformas a la ley, han ido creando un vacío legal que deja ver la dimensión de una falta estructural, inherente al sujeto, imposible de llenar. La formalización no pasa por la reglamentación sino por un pasaje ético que aun parece encontrar significativa dificultad por la renuencia a una dimensión simbólica. A mayor cantidad dispositivos legales, estandartes del registro de imaginario, ya no representantes de una ley simbólica sino síntoma de una sociedad cuya renegación de la autoridad, del Nombre-del-Padre, de la dimensión de la falta que funda el deseo, mayor se vuelve la necesidad de trasgresión para encontrar ese lugar desde donde el sujeto encuentre su reconocimiento. La sociedad de consumo cuya histeria posmoderna han llevado al sujeto a ocultarse bajo el mundo de la imagen, de las adicciones, de un goce mortífero, han provocado también esta nueva nece(si)dad de consumo, en donde se le otorgue al mismo, no la responsabilidad, pero la “libertad” de elegir libremente su posición religiosa, respetando, las creencias de los demás. Se vuelve contradictorio cuando la misma etimología del término laico, encuentra su origen en la voz griega λαός, que remite a pueblo. Poco tendría que ver esto con la acepción actual posmoderna; y si nos remitimos a Constantino I, se puede dar cuenta que la adopción del cristianismo respondía a un interés por un grupo mayoritario, un bien común del pueblo. Contradictoriamente, esto dio lugar a la persecución de los paganos.

Jacques Lacan decía que el progreso no existe ya que no hay ganancia que no traiga pérdidas, y viceversa. La genialidad y engañifa del discurso capitalista yace en el ganar-ganar que promete, insostenible por lo demás. En este caso, en el caso de una reforma y la promulgación de un estado laico, habría que pensar no sólo en aquello que se gana, sino en aquellos que serán perseguidos, perdiéndose en ese ajeno vacío estructural que se intenta renegar. Sólo así se puede asumir la responsabilidad que trae consigo un acto de tal magnitud.

Jorge Ramírez Richmond

viernes, 15 de enero de 2010

Política y publicidad. ¿Y las reglas del juego?

Siempre se creyó, en el imaginario social, que el despliegue publicitario en el ámbito nacional, estaba regido por una serie de normas y disposiciones legales que impedían el ataque directo a otras marcas competidoras en la promoción de un producto bajo publicidad comparativa.


Poco se adivinaba en el ámbito cotidiano, que dicha prohibición, no estaba legalmente y formalmente reglamentada, sino que respondía a un "acuerdo entre caballeros", que dirimía toda posibildad de ataque en el accionar publicitario, a una marca especifica.


Esto devino en un pacto, simbólico por lo demás, y que encontró formalización en una serie de recursos publicitarios que apelaron la construcción de una marca por encima de encontrar en una retórica opositiva la finalidad fetichista de exigir la venta de un producto sin hacer visible los medios de producción detrás del mismo. Por ejemplo, cualquier producto puesto en el mercado, era promocionado a partir de la producción a la cual éste había sido sometido, enseñando los medios y las relaciones humanas que dieron lugar al mismo. Esto fue lo que siempre prevaleció, al menos en el entorno nacional.


A mediado del año 2009, la cadena de supermercados Megasuper desencadenaría lo que el malestar de esta época, no podía soslayar: empezó a realizar una campaña publicitaria, en donde se atacaba de manera directa la cadena de supermercados Palí; las reglas del juego habían cambiado.


Muchos empezamos a cuestionar si dicha parafernalia visual, violaba las disposiciones legales en materia de campañas publicitarias. La respuesta no se hizo esperar; no existía tal señalamiento legal que restringiera la publicidad comparativa desde la ley 7472, Ley de Promoción de la Competencia y Defensa Efectiva del Consumidor, y lo que prevalecía en esta prohibición, era un pacto, un "acuerdo entre caballeros", mítico, sin lugar de origen o figura representante, sin una firma o lugar de inscripción que lo sostenga: la guerra publicitaria podía comenzar.


Si algo definió a esta campaña política para las elecciones 2010 fue lo que muchos consideraron, una falta de ética en el accionar publicitario en donde la descalificación se volvió la consigan de todo partido político, grande o minoritario.


¿Descalificación hacia quién? Hacia todos los ciudadanos que aquel 7 de febrero llegarían a la urna a "botar" su destino.


El discurso populista engalanado por los ya conocidos atuendos de denuncia a la corrupción en las altas esferas, de teorías de conspiración elucubradas por el partido mayoritario y, la más cara y atrayente prenda en toda la indumentaria, la inseguridad ciudadana. Bajo este discurso se uniformaron la mayor parte de los partidos políticos en pugna durante el período electoral.


Muchos, sino es que la gran mayoría, la compacta mayoría, sucumbieron a esta maquinaria publicitaria adoptando dos posturas: el rechazo a esta monserga oportunista seguido por una apatía hacia la política y un posible abstencionismo; o bien, la supeditación a la misma y verse incitados a la votación, en pos del furor incentivado por estas campañas.


Amabas posturas tan sólo con dos caras de una misma moneda y en ambas posiciones, se cae en mismo error del discurrir posmoderno: creer que este nuevo accionar publicitario responde a una voluntad particular que descalifica el pensamiento crítico del ciudadano. A saber que en boca popular se oiría decir: "los políticos creen que el pueblo es, se ha vuelto o lo quieren volver ingenuo y ante esto, recusan la posibilidad de establecer un planteamiento de sus idea que dé cuenta del desarrollo y contenido de las mismas". Vemos como bajo esta lógica, esta implícito la duda, la sospecha, la apelación a ese padre perverso, titiritero que la posmodernidad tanto teme. Para muestra, los últimos anuncios realizados por Ottón Solís y el Partido Acción Ciudadana, donde, bajo la entrega de una serie titulada marionetas, muestran a la candidata por el Partido Liberación Nacional y al candidato por el Movimiento Libertario, como marionetas de ese invento de un delirio nacional: Los Arias.


Se apela a Los Arias como un delirio nacional, porque vienen a ocupar ese lugar de autoridad que en la posmodernidad, sospecha un poder que lo que busca es gozar a costa del otro. Así, se extiende ad infinitum la cantidad de elucubraciones en la cultura popular acerca del control omnipotente que maneja esta construcción, los Arias, en torno al país y su desarrollo. Este delirio, iniciado desde que la Sala IV aprobó la reelección, evidentemente encontró continuación la postulación de Laura Chinchilla. Ahora, el Movimento Libertario, cuyos cuestionamiento de fondos aquí no vamos a negar, entró, bajo la mirada de la campaña del PAC, en dicho modelo de control arista.


De tal forma que, bajo este discurso, con los Arias o sin los Arias en el Ejecutivo, el poder siempre éstos lo van a ejercer para seguir manipulando al país. Dicho pensamiento lo encontramos en mayor escala con el cambio de gobierno en los Estados Unidos. A pesar de que los Bush se encuentran fuera del poder, Obama se encuentra atado de manos, sujeto a unos titiriteros corporativos que son los que en realidad controlan el país y la economía mundial.


El mensaje manifiesto en este tipo de campaña deja ver un malestar latente que va más allá de estas construcciones delirantes. El peligro del último mensaje realizado por el PAC no radica señalar la manipulación de la candidata por parte las altas esferas del partido, sino en mostrar que esos que manipulan, representantes de la autoridad, en realidad son déspotas perversos usurpadores del poder. No es casual que a la par de éstos, se dejasen ver dos personajes cuyas vestimentas, desde una promoción de un juicio valorativo, podrían creerse que se tratan de un banquero y un narcotraficante: estandartes hoy en día de corrupción. Con esto se confirma que esto que dice que el padre de la posmodernidad no sólo es sospechoso sino que es culpable. ¿De qué? De gozar a costa de sus hijos. Esta es la idea que pretende vender el discurso capitalista de la posmodernidad, el cual oculta la figura del AMO ABSOLUTO, del discurso del amo de la modernidad, para entregar al sujeto libre elección y albedrío. A saber que, bajo el discurso capitalista elucubrado por Lacan en Milán en mayo del ´72, se amparan los argumentos actuales bajo la egida de cualquier bandera. El tema es otorgarle al sujeto esa ilusoria vestimenta de libre elección en tanto, bajo regímenes totalitaristas o bien la tiranía del consumismo, el deseo se ve ahogado las interminables redes de un goce mortífero.


Imputar a los actuales candidatos por las campañas que se han venido realizando, elimina la posibilidad de demandar de ellos la cuota de responsabilidad que junto a la nuestra, exige el curso de este período electoral. Adahora, las propuestas presentadas por los distintos partidos, habrían parecido risibles, fuera de tono y desdeñables. Actualmente ocurre todo lo contrario, ¿qué ha sucedido?


La posmodernidad ha cambiado las reglas del juego al punto que bajo el ala del discurso capitalista, se promueve la ilusión de una ruptura de todas las reglas. Bajo la consigna de que todo se puede, una ganancia sin pérdidas, una democratización sin fronteras, la nuevas campañas surgen como efecto de dicho pensamiento. Hoy más que nunca, este período electoral pone en evidencia que el pensamiento posmoderno nos ha alcanzado. La caída del la ley simbólica no sólo se ve en el acontecer político sino en el día a día. La cultura del simulacro golpea fuerte nuestro país que, bajo el Quéjese de Repretel, los reality show a manera de concurso del canal 7, y el auge de las redes sociales que ahora encuentran auspicio de Kolbi, por si la ruptura del lazo social aun no era razón suficiente para fruncir el ceño, ve desvanecerse las reglas de un juego el cual, a diferencia de las grandes potencias mundiales, no podemos darnos el lujo de pagarlo sin la escritura de las mismas.

miércoles, 6 de enero de 2010

Buen patriota, buen perverso

Divertido ensayo presentado en el 2001, en mi primer año en la UCR, que ilustra lo que fue mi primer intento de cortejo y coqueteo con la teoría freudiana, sostenido por un incipiente manejo teórico, menesteroso y poco acertado para dicha época. Posteriormente abandonaría dicha causa para que un año más tarde, fuese el mismo Lacan, a partir de su lectura, el que me volviese a introducir al pensamiento freudiano y a todo un cuerpo teórico que encontraría sutura por el trabajo clínico. El ensayo no fue editado con el fin de mostrar esos primeros tropiezos y desaciertos que uno encuentra al inicio (como en toda relación), cuando trata de darse a la conquista de un objeto aun por producir…y aun en producción.


La palabra perversión, en el sentido doxológico, alude a la maldad, a un pérfido deseo de un mal reprimido (¿o acaso requerido?), es decir, nos remite toda una categorización moral de su significado. Cuando se habla de perversión, tenemos que tener en cuenta que nos estamos refiriendo únicamente a la perversión sexual en tanto que considero absurda alguna otra acepción.

La perversión, desde un punto de vista social, se constituye como una enfermedad la cual se contrapone a la “normalidad” sexual.

Esta “normalidad”, como ya se vio anteriormente con la primera concepción freudiana, no llega a ser sino el proceso por el cual se llega a las perversiones a través de las desviaciones. Este argumento pone en duda el término de normalidad sexual que socialmente conocemos e inclusive plantea un cuestionamiento acerca de si debería de hablarse de una perversidad sexual en lugar de una normalidad.

Me fue necesario explicitar todas estas breves aclaraciones acerca de la perversión ya que como quedó dicho, se ocupa de una perversión para que haya sexualidad. En adelante se pensará en la perversión como algo implícito en la norma misma y no dentro del campo de las discriminaciones. Con esto podemos deducir que el sexo acarrea consigo perversión y esta conduce a una inflamación del proceso sexual normal (perverso).

Ahora que ha quedado más claro el concepto de perversión vinculado con la normalidad sexual, podemos introducir el tema acerca del sexo de la patria en relación con el proceso perverso que señala Freud en su segunda concepción de las perversiones.


En primer lugar es importante plantear algunos cuestionamientos acerca de lo que podría llegar a significar el hecho de que una patria tenga sexo.

La patria en sí, se constituye como una construcción del lenguaje, imaginaria si se quiere en cuanto que se piensa como una unidad, unidad formada por individuos que viven una experiencia sexual a través de la palabra.

Es a través de esta palabra que la patria recibe su sexualidad remitiendo al género masculino. Pero, ¿es este el verdadero sexo de la patria o hay acaso una connotación femenina implícita en el discurso?

En segundo lugar cabe aclarar que relación tiene el sexo con la patria y los individuos.

Se plantea una paradoja en cuanto a la ignorancia que tienen los individuos ante el verdadero sexo de la patria. Para que estos lleguen a saberlo, tiene que haber una relación sexual de ellos con la patria, la cual, por razones obvias, no se da. Esto nos remite al proceso perverso establecido por Freud en el cual el individuo negará el verdadero sexo de la patria y recurrirá a un fetichismo.

Para una mejor comprensión de lo susodicho, aclararemos brevemente todo lo que involucra el proceso perverso.

Para la comprensión de este proceso, Freud abordó tres aspectos metapsicológicos: la desmentida (déni) de la realidad, la denegación [déni] de la castración y la escisión del yo.

Freud establece una relación entre la desmentida y la psicosis en cuanto que la primera funciona como inductor de procesos en la segunda. Sin embargo Freud, llega a reconsiderar esta discriminación inicial. La desmentida de la realidad le deja de parecer específica de las relaciones psicóticas, pues ese mecanismo se encuentra ilustrado en el fetichismo. En esta perversión la desmentida de la realidad se refiere a la ausencia del pene en la madre cual remite automáticamente a una denegación de la castración. Con esto Freud presenta un mecanismo de defensa ante una realidad percibida en la ausencia del miembro fálico, como proceso perteneciente a una organización perversa. En el fetichismo esta desmentida, inaugura la formación del objeto fetiche. A partir de este se dan dos corrientes psíquicas. Una que verifica la ausencia del pene y otra que lo atribuye imaginariamente con la forma del objeto fetiche. Con esto se pone de manifiesto la escisión del yo que se evidencia en el fetichista y en todos los perversos. Freud no limita esta propiedad como un mecanismo operatorio constitutivo de las perversiones sino que la generaliza al nivel del funcionamiento psíquico de los procesos.

La paradoja establecida anteriormente es muy similar a la paradoja psíquica establecida por Freud: los individuos quieren saber algo de la castración mientras que al mismo tiempo no quieren saber nada de ella tampoco. Similar sucede con los habitantes de la patria los cuales quieren saber el sexo de esta pero utilizan la ignorancia de excusa para no saber nada acerca de ello. En ese sentido, las perversiones remiten a la cuestión de la diferencia de los sexos como tal.

Freud ubica el proceso constitutivo de las perversiones en torno a la atribución fálica a la madre, en nuestro caso a la patria (matria). Esta atribución fálica tiene que ver con la concepción de algo que tendría que haber estado allí y es vivido como faltante. De ahí el origen del objeto fálico.
La matria en su inicio se presenta carente de ese objeto fálico. Los habitantes, así como el niño, no renuncian a la representación de la matria fálica. La movilización del deseo con relación al deseo de la matria se apoya en la elaboración de un objeto imaginario supuesto a faltar a la matria, y que le permite, en un primer momento, identificase con un objeto tal que podría identificar a la matria carente. Esta es la identificación propia de los habitantes.

Ante la angustia de castración evidenciado en la matria, los habitantes o fetichistas recurren a un complejo proceso de defensa. Se niegan a reconocer la ausencia faltante del pene en la matria. Ante esto reaccionan elaborando una formación sustitutiva. El fetichismo ante la desmentida de la realidad responde: como la matria no tiene falo, se le encarga el objeto a faltar, se le adhiere el objeto fálico, el objeto fetiche; en este caso la palabra fetiche: patria. La elección de esa palabra, permite a los habitantes a no renunciar al falo en la matria y con ello también neutralizan la angustia de una posible castración.

De tal forma a partir de la connotación femenina de la patria, podemos recurrir a la connotación fálica implícita en esta, poniendo en evidencia que el buen patriota, no sólo es aquel que procura el bien común de su patria a partir del amor a ésta, sino que es el buen perverso que desmiente dicha connotación.

Naturaleza humana: oxímoron autorizado de la posmodernidad

Otro ensayo de mis años mozos universitarios.
En la antesala de un siglo XXI que, cada vez más ve prolongarse el eclipse de la modernidad, yace la reiterada nece(si)dad de cuestionar esa condición que, ya ajena, siempre particular y, por lo demás, atribuida, nos indica un punto ciego en el campo de acción que impide incurrir en algún tipo de ontologización. De esta manera, es pertinente construir la interrogante: “¿de qué hablamos, cuando hablamos de naturaleza humana?

Esta pregunta, retórica por cierto, supone la apertura de espacios discursivos, la elaboración de un texto si se quiere, en donde se entrama un tejido de relaciones contradictorias, que más allá de plantearse como respuestas, ejecutarán lo que se entiende hoy por naturaleza humana, desde un lugar deferencial.

Antes de dar inicio a estos espacios de lectura, es pertinente que situemos un problema (entre los muchos) que trae consigo la pregunta planteada y es ¿quién es ese que habla de naturaleza humana? Esta pregunta, a la pregunta, nos conduce a una afirmación lógica y es que, eso que entendemos por naturaleza humana, está en función de ese o esos que la hablan. Más acertadamente, una conceptualización de naturaleza humana, está en función del discurso que la define.

De esta manera, resulta inútil cualquier abordaje que trate de dar cuenta de la especificidad de “naturaleza humana” dejando por fuera la manera cómo las características de éste responden a la interacción con otros factores. En esta medida, estos discursos que hablan de naturaleza humana, nos proponen dos vertientes antitéticas bien articuladas a manera de preguntas que seguirán abriendo el diálogo: ¿qué hay de humano en la naturaleza? y/o ¿qué hay de natural en lo humano?

Esta última pregunta trae, por oposición, un principio estructuralista fundamental: el de la diferencia. Es decir, si nos preguntamos por eso que hay de natural en el ser humano, debemos preguntarnos también, por ese residuo artificial que obtendríamos en la respuesta a la pregunta. Por otra parte, si estamos en el campo de una oposición entre lo natural y lo artificial, no podemos soslayar lo correspondiente entre naturaleza y cultura, naturaleza y lenguaje, si se quiere.

Esta engañosa oposición, no puede más que encontrar su argumento en la etimología de la palabra. Naturaleza encuentra su origen etimológico en la palabra latina natura que, a su vez, procede de natus, participio del verbo nasci, nascere.

De esta forma, en nascere, se está haciendo alusión, no a un objeto natural externo, sino a un proceso de origen. En este sentido, lo natural se constituye en el orden de lo performativo, de aquello que se transforma. En esta medida, lo natural como proceso, encuentra distintos ejes de función del discurso que la articule. Así, no se rompe del todo la oposición naturaleza/cultura sino que encontramos mayor fundamento para decir que lo natural es propio de la cultura.
Con la afirmación de que en la cultura, no hay nada de natural y, más aún, que si lo hubiese, estaría definido por ésta, hablar de naturaleza humana resultaría contradictorio.
Con respecto al ser humano, hablar de una naturaleza inherente a éste, previo a un proceso de acceso o entrada a la cultura, resulta ineficaz bajo susodicho argumento.

Así, debemos desdeñar todo intento de incurrir en argumentos que establecen una esencia del ser fundamentado en lo natural, siendo esta naturalidad, producto de un artificio mismo como lo es el lenguaje. La naturaleza, así, se construye en este artificio, social, cultural, que le aporta un estatuto jerárquico ficticio, que no hace sino remitirnos al carácter de opuestos binarios que articula el deconstruccionismo.

En esto, es bastante acertada la distinción que propone la teoría psicoanalítica en cuanto a la construcción de los pares (opuestos) instinto/pulsión. Si bien, no indican una correspondencia directa con naturaleza/cultura, ponen en tela de juicio eso que se puede considerar como natural.
Así pues, lejos de atribuir una cualidad instintiva al ser humano, se le atribuye una lógica pulsional en donde los modos de satisfacción van a estar sujetos a las formas de relación con un objeto. El instinto, no así, va a ser exclusivo de las especies animales, en donde se responde a una temporalidad y a una sistematicidad específica. Sin embargo, no hay que perder de vista que, en esta noción de instinto, no hay nada de natural. Es decir, en tanto este atravesado por el lenguaje, se constituye como una ficción sujeta a alteraciones.

Al decir que una persona es “buena” o “mala” por naturaleza, lo que está de fondo, es toda una construcción social de naturaleza que apunta un sentido, a esto considerado como “bueno” o como “malo” en el discurso que lo articule.

De esta forma, y bajo este par, es como podemos articular la perversión encubierta por lo natural en la posmodernidad. Lo natural, en la estructura social, autorizado por la ley que la burla y re-produce para dar lugar a la producción de actos que, bajo un despliegue neurótico, encuentra lugar en ciertas sociedades como modo de articulación de un malestar social, de la caída de un nombre, significante derivado de lo originario que acordaría las normas de lo cultural e insertaría a los sujetos en dicho orden: el Nombre-del-Padre, la ley del orden simbólico.

Bajo la égida del discurso capitalista y sus despliegues consumistas, el sujeto, en particular las sociedades síntoma, se encuentran consumidos en un mundo que hoy más que nunca goza, no encuentran otra forma de producir su historicidad en la reproducción de actos, que ante la renuencia a la escucha los promueve, los naturaliza y, por consecuente, los censura.

De esta forma, más allá de recurrir a una teoría que, fundamentada en una clínica, esotérica para algunos, pueda darnos mayores argumentos en la constitución del ser humano en cuanto a su estructura, podemos limitarnos a la lógica detrás de la construcción semántica.

La naturaleza se vuelve así un artificio, un aparato del lenguaje que no se vuelve discernible sino en la verosimilitud que proyecta en una pantalla de ficción que se opone a la realidad de las cosas. Precisamente, en naturaleza humana, la presencia de la palabra naturaleza ausenta la cosa, una naturalidad como tal, para dar lugar al referente. Este referente ficticio, construye una realidad, que a luz de la posmodernidad, se nos vuelve verdadero.

De esta manera, en una época donde todo aquello que es procesado, construido, todo lo artificial, es presentado como natural, ¿por qué habría el ser humano de escapar a esa tendencia cultural?
Si hubiese algo de natural en el ser humano que escape a esa naturaleza artificial, no podría conocerse y, por consecuente, sería el orden de lo indecible.
Jorge Ramírez R.