lunes, 18 de octubre de 2010

Del qué-hacer del ser costarricense.

Recientemente, una amena tertulia entre coetáneos cuya opinión tengo en muy cara estima, trajo de vuelta a mi memoria un tema que desde hace algún tiempo me había hecho cuantiosas preguntas y que dejaba inconclusa, por no decir insatisfecha, alguna opinión que me pudiese formular respecto del mismo: el impacto de las trasnacionales en la subjetividades que se juegan en nuestro país. Más allá de complicar esta interrogante, formalizarla y sistematizarla para dar lugar a la realización de un ejercicio de respuesta bajo la más agudizante rigurosidad científica ( la cual recientemente encontré, se hacía síntoma en mí bajo el desdén hacia el llamado discurso universitario [enlatado, enclaustrado, jerarquizado y cualquier otro sinónimo que advenga por antonomasia como su epíteto]), trataré de cotidianizar un fenómeno que, en el marco del ámbito nacional, a muchos puede haber llamado la atención, pero que encontraron pocos recursos o herramientas teóricas para ejercitar un ensayo de ideas que más que una respuesta, ampliara y conceptualizara una pregunta que interrogase más sobre el mismo.
En primer lugar, para emprender susodicha tarea, es necesario cronologizar una serie de acontecimientos que puedan situar un poco el contexto actual a la luz de la actual situación laboral y los movimientos que se han dado.
A un muy cotidiano y manifiesto parecer, en el año 1998, la llegada de Intel al país sería el factor desencadenante de una actual sintomatología social en relación al campo laboral y la fuerza de trabajo en la región costarricense: las invasiones bárbaras en territorio nacional oficialmente habían comenzado.
En las postrimerías del año 2000, la misma generación que saldría a las calles con el llamado “Combo del Ice”, la misma generación de jóvenes representante de la gama de estudios bajo el título de la cultura del guaro retomado del título homónimo del documental de Carlos Freer de 1975, sería la misma generación que daría la bienvenida a una nueva forma de ocupación laboral con la llegada de compañías transnacionales: las formas de trabajo de la población universitaria en nuestro territorio, estaba a punto de cambiar.
En mis primeros años universitarios era fácil, a partir de la cotidianeidad pretileña y de intercambio social cara a cara (aún recuerdo utilizar los teléfonos públicos frente a la biblioteca de la UCR para coordinar la algazara nocturna; celulares, SMS ni mucho menos Facebook eran concebibles) realizar un clasificación o tipología de la población estudiantil de educación superior: aquellos que era estudiantes tiempo completo (con lo que dicha “complitud temporal” suponía: cafés, tertulias y demás actividades hedonísticas que acompañaban la vida estudiantil) y aquellos que disponían de un ajustado cronograma de actividades para distribuir el estudio (con las anteriores inclusiones) y el trabajo en el recorrido de sus vidas. Estos llamados “trabajos de estudiante” respondían a labores de medio tiempo a lo sumo, un cuarto de tiempo por lo general, y en elcaso de las univesidades estataes, en yuxtaposición con el entonces justo y eficaz sistema de becas (el cuestionamiento implícito actual dicho sistema es un tema, entrada si se quiere, para otra ocasión y que va más allá del cuestionamiento del mismo, alcanzando en sus raíces al lánguido sistema educativo de la Costa Rica actual) y cuya finalidad era proveer de una cierta estabilidad a las prioridades del persona: los proyectos estudiantiles y las posibilidades de adquirir un grado académico que le permitiesen ejercer una profesión.
En el trascurso de este período, poco a poco el horizonte de la vida estudiantil, bajo el arribo de estas nuevas transnacionales, empezó a cambiar bajo una nueva modalidad de trabajo que ofrecía horarios de medio tiempo, altamente remunerados en comparación con los llamados trabajos de estudiante: la era de los sportbook había llegado.
Nuestra sencilla tipología estudiantil empezaba a resquebrajarse y ahora encontraba una fuerte revisión a la luz de esta nueva ola de empleos. Si bien se mantenía la división bilateral inicial que, en principio y de manera muy salvaje, optamos por realizar, ahora lo universal de esto encontraba significativos cambios en sus particularidades. Al segundo modelo de estudiante que habíamos referido, ahora la finalidad del trabajo cambiaba poniendo el acento, no en la estabilidad de la vida estudiantil sino en la estabilidad económica de la persona otorgándole un ganancia de más por encima de la finalidad originaria. Esto devino en un cambio en el primer modelo mencionado ya que aquellos estudiantes que podían prescindir de un trabajo, manteniendo su vida estudiantil con los recursos familiares que le eran facilitados, ahora también cedían a ese de más que ofrecían los espacios laborales. Repentinamente empezó a resultar cada vez más extraño el nuevo tipo de estudiante que se estaba gestando: el que breteaba en un book los fines de semana o días de por medio entre semana. Mayor sería mi extrañeza en ver este tipo de estudiante en una facultad de Letras, donde curse mis primeros años universitarios y donde pasaría de ver compañeros que trabajan en librerías o centros de fotocopiado, a esta nueva variedad de cultivador intelectual donde Cortázar, Barthes y Chomsky encontraban espacios en conversaciones que involucraba hablar también de los training, temporadas deportivas y apuestas. Los anglicismos se colaban entre las más rigurosas discusiones sobre la gramática de la lengua española y la opulencia tecnológica que los inflados salarios permitía, eclipsaba el barullo provocado por la molestia ante los precios de las antologías de los cursos de literatura. Mi extrañeza encontró en ese momento una sordera que no volvería a verse importunada sino hasta cuando las letras y las palabras me llevaron por distintos rumbos académicos.
La época era la segunda mitad de la primera década del siglo XXI. Los books, o el término como tal, había caído en desuso por no decir ignominia: los call center ahora dominaban las cartas de presentación de esta segunda modalidad estudiantil. Hewlett Packard (HP para los de la generación del KFC o BK; lamentable y esotérica broma que entenderán aquellos que todavía vamos a comer pollo a Kentucky) ahora consolidada junto a otro innumerable grupo de transnacionales, ahogaban ahora el mercado laboral. Fue cursando ahora mis estudios en psicología que me percate de mi sordera lo cual agudizó nuevamente mi escucha. Entre esta llamada segunda modalidad de estudiantes, los anglicismos habían desaparecido y ahora la lengua anglosajona dominaba gran parte de sus conversaciones telefónicas y cotidianas cuando coincidían con sus compañeros de trabajo. Para mi mayor asombro, no sólo la lengua materna encontraba desdén sino que el nombre propio de la persona era traducido. Ingenuamente se podría creer que esto último respondía a alguna regla de naturalización antroponímica, mientras que esto primero se debía a la petulancia de la gente en estos ambientes laborales. Inquiriendo al respecto encontré respuestas tan insuficientes como las suposiciones que en primera instancia se supusieron.
En primer lugar encontré el uso de la lengua anglosajona en todo momento, responde a políticas organizacionales en donde el cliente que hace una llamada, encontraría extraño y hasta irrespetuoso escuchar, más allá de su operador, voces que articulan una lengua que desconoce. Por consecuente, el uso del inglés en estos espacios, no sólo se despliega en las llamadas con el cliente, sino en la interacción entre compañeros de trabajo. Esta sencilla explicación, que tranquilizaría al más soliviantado inquisidor, encontraba seria dificultades al comprobar que una parte de estas personas, en cotidianeidad y fuera de sus espacios de trabajo como apuntábamos, continúan en sus conversaciones telefónicas y reuniones sociales, intercambiando expresiones en este idioma. Me abstengo de recurrir a la hermosa explicación ockhamiana que una buena amiga me dio ante estos esto aconteceres: “¡bañazos!”. No obstante, dicha explicación no puede dejar de articular, bajo su talante descalificativo, un núcleo de agresividad que en este caso no es del orden del azar y que indica algo que se produce en el espacio de las subjetividades y que indicarían un sentido a dicha fenómeno. Es decir, no es casual que esto produzca tanto asombro en quien lo escucha como enojo; en mi caso, extrañeza que trato de apalabrar.
En segundo lugar, el cambio del nombre propio encontraría radicales revisiones en la onomástica, sin embargo, muy pobres resultados si nos quedamos satisfechos con esta única perspectiva. Al igual que la renegación de la lengua española, en favor de la lengua inglesa como se situó anteriormente, el cambio del nombre estaría en función también de las políticas del servicio al cliente en donde, siendo la mayor parte de éstos, de origen anglosajón, se pretende que encuentren familiaridad en su comunicación con los agentes de servicio. De esta manera, Miguel Rodríguez, de ahora en adelante será Mike, Miguel Fernández, Michael, Miguel Acevedo, Mickey y cuantas variantes anglosajonas se le pueden hacer al nombre de origen castellano. Ahora, si las variantes han sido agotadas, como me lo comentó una amistad, Miguel Mora será Chris, siendo que no exista en el mismo espacio algún Cristian o Cristina que hayan tomado dicho nombre. Es decir, que el cambio no está siquiera en función de una naturalización antroponímica. Poco importa el sentido del nuevo nombre excepto para la mencionada finalidad de la empresa en sí; es decir, que al igual que adahora, cuando un número representaba a un obrero en las maquilas, ahora estos nombre adquieren la forma de una expresión algebraica. En lugar de ser 134, ahora se es Chuck; sin ninguna relación con el nombre propio, ya sea Carlos o Andrés. La diferencia y lo corta que queda esta respuesta para dar satisfacción a la interrogante es lo siguiente: antaño, el empleado se podía quejar de ser sólo un número en una empresa, que al sonar la sirena de salida después de la jornada laboral, podía volver a su hogar para volver a pronunciar el nombre que lo inscribía en sociedad. Ahora, al igual que como señalábamos con el uso del idioma, Andrés (o Carlos) se ha convertido en Chuck, aquel que al revisar su cuenta de Facebook, realiza comentarios en inglés en su muro o en el de sus amigos: “¿rebañazo!” -imagino exhortaría esta buena amiga-. A todo esto podría alguien me podría proporcionar una muy válida objeción: “Usted dice que esto de que alguien lo llamen Chuck, por ejemplo, es contraproducente y producto de este nuevo fenómeno, pero ¿qué no esto no tendría el mismo valor que el uso de un cariñoso apodo o diminutivos en el nombre? A muchos, los amigos los llaman afectuosamente de una forma y los familiares de otra; entonces ¿qué diferencia hay con esto que usted menciona?” A dicha refutación a nuestro argumento no podemos hacer más que señalar la diferencia que deviene. Estos “cariñosos” apodos o diminutivos, siempre eran utilizados por la persona en un ambiente cotidiano, casual si se quiere, en tanto que como inscripción social, Chuck, no era otro que el Carlos Mejía Ramos, Msc. Carlos Mejía Ramos o algún otro título, no necesariamente académico, como Don Carlos Mejía Ramos o el señor Mejía. Ahora bien, Carlos Mejía Ramos, no sólo es Chuck en cotidianeidad sino que ese mismo título de inscripción social lo adquirió en su ambiente laboral. También a esto podría venir otro argumento: “De nuevo usted y sus pesimistas argumentos no pueden tolerar que las nuevas políticas empresariales y de servicio al cliente, han vuelto el ambiente de trabajo un lugar menos propicio a una estricta formalidad que no sólo disminuye los índices de estrés entre los empleados, sino de la clientela”. “La formalidad del tiempo de antes - se no diría- es cosa del pasado (el tema de la vestimenta casual, zapatos Crocs, pijamas, ya no sólo en los odontólogos por cuestiones asépticas, sino en gran parte del personal de salud, y como la salud ahora es tema en boca de todos, ); ahora el asunto es más relax…” A este “breve” contraargumento, no puedo menos que responder con la evocación de una de las escenas de la magistral película de Joel Schumacher, Falling Down (1993), traducida al español como Un día de furia. En la escena rememorada, el personaje de William Foster, interpretado por Michael Douglas, entra a un restaurante de comidas rápidas y alterado por haber rebasado por unos pocos minutos la hora de ordenar el desayuno, entabla un acalorado diálogo con la cajera y el gerente: Sheila y Rick, respectivamente (nombres que curiosamente, aún después de haber visto la películas hace algunos años, aún puedo recordar). El diálogo lo trascribo, en la traducción al español, como sigue y en breve respuesta a la última objeción:

W.F.: Yo sé que ya dejaron de servir desayuno Rick; Sheila me dijo que ya
dejaron de servir desayu… ¿Por qué los estoy llamando por sus nombres propios?
Ni siquiera sé quiénes son. Llevo siete años y medio trabajando para mi jefe y
todavía le digo señor, pero de pronto, siendo un completo extraño, entro aquí y
les digo Rick y Sheila, como si estuviéramos en una reunión de alcohólicos
anónimos… No quiero ser tu amigo Rick, sólo quiero mi desayuno.

Este sucinto diálogo, evidenciaba un punto de ubicación de la cultura estadounidense a la cual el largometraje fuertemente criticaba en una sus múltiples lecturas. Casi 18 años más tarde, la cultura costarricense se ve envuelta en esta temática que el proceso de globalización ha vuelto “de todos”.
Recientemente, frente a un problema de envío por unos los libros que había mandado a traer de Inglaterra, intercambié una serie de correos con la representante de la librería virtual, quien dio pronta solución al infortunio. En el intercambio de correos, no pudo más que llamar mi atención las firmas al final de cada correo con sus respectivas solicitudes y respuestas; de mi parte, Jorge Ramírez Richmond, de su parte, Myra. Me pregunté por esta Myra, si su nombre respondía al de un hombre o al de una mujer: la respuesta -me dirán algunos- es más que obvia, pero cuando es la letra la que da soporte a esto sin una materialidad representante, y más aún en Internet, la duda no puede dejar de venir. En segundo lugar, ¿Myra qué?, ¿es el nombre propio o el apellido? Y si fuese el primero, ¿qué ha pasado con su procedencia? Lo único que sabía es que esta Myra (suponiéndola mujer) era representante de una librería virtual en Inglaterra; muy atenta por lo demás, amena y agraciada en sus respuestas escritas, en los múltiples intercambios, que invitaban a una formal intimidad. Sin embargo, no quise arriesgar un intento de cortejo virtual ante la ausencia de procedencia. ¿De dónde era (porque a pesar de que la tienda tenía su ubicación física en Inglaterra, ¿cómo saber si ella respondía desde allí o era alguna representante de servicio al cliente ubicado en algún otro país?) y de quién era hija? Ni loco pensaba arriesgar a intercambiar misivas con una desconocida que a largo plazo, no podía siquiera otorgar segundo apellido ni mucho menos nacionalidad. Estos locos y donosos pensamientos que el más riguroso y serio de los “pensadores” de hoy en día vería de mala gana, en realidad vienen a poner sobre la mesa un último argumento a este fenómeno que se está viviendo no sólo en el mundo, sino en el país: la renegación del apellido.
Esta nueva época y las relaciones laborales que ahora no encuentran límite temporal y por consecuente social (el teletrabajo y similares modalidades evidencia esto) ha puesto en evidencia una nueva generación no sólo carente de nombres propios y afásicos respecto de su lengua materna, sino también sin apellido. Ante esto, no es imprudente aseverar que esa generación donde surgió una reedición de la cultura del guaro, que se manifestó en las calles costarricenses frente al “combo del ICE”, se ha vuelto una generación huérfana, sin padres, ni mucho menos posibilidades, dada sus menesterosas herramientas, para lograr algún tipo de afianzamiento a la cultura, armar un lazo social sin los recursos de una dimensión tecnológica que l/n-os aliena de la propia alienación que nos estructura. No es casual que hoy en día, la adolescencia muy perversa y posmodernamente haya roto las leyes maduracionales que la definen como período evolutivo y se extienda más allá del rango de 19 años de edad como aparece definido por la OMS. Actualmente, la adolescencia parecería alcanza la cuarta década de vida de un ser humano y amenaza con irrumpir dos lustros más. Madres e hijas son confundidas por hermanas y los padres se han vuelto, para usar un término de nuestra jerga, “compas” de sus hijos. Evidentemente, no se está haciendo un reduccionismo salvaje, tan sólo se habla del general de la cuestión de un asunto que no puede pasar desapercibido. El cambio en las formas de vida laboral no es sin consecuencias, sin embargo aún es atrevido señalar que estas consecuencias tienen relación directa con este cambio. Lo que sí queda en evidencia es la marca de una generación, el tatuaje que la inscribe en su radical singularidad (no casualmente, lo que caracteriza también a esta generación, son las marcas en el cuerpo como los tatuajes, los piercing, las cirugías estéticas que, más allá de la inscripción, lo llevan a la mutilación) respecto de otras porque, si bien en nuestro territorio la industria, nacional o multinacional siempre ha requerido de cuantiosa cantidad de obreros, hoy más que nunca, las condiciones de esa industria muestran un fenómeno en cuestión: la caída de un nombre. En anteriores publicaciones ya he mencionado hasta el hastío el tema de la caída del Nombre-del-Padre en la actualidad, mas ahora, el tema del nombre propio, encarna este desplome bajo una forma de renegación.
No creo necesario, como se hace desde algunas posiciones, criticar desfavorablemente estas nuevas modalidades de trabajo. Como se dijo anteriormente, nuestro país siempre se ha caracterizado por una fuerte mano de obra técnica que, en representación de una clase social particular, aspiraba a distintos lugares en relación a esto último pero en cuanto a su espacio de trabajo. En otros términos, lo que importa es la posición social en relación a los ingresos y no al puesto que se desempeña. Esto es lo particular de las subjetividades que actualmente se ven definidas y que estas nuevas modalidades de trabajo demarcan ya que ofrecerían esta promesa de posición bajo el depósito quincenal de un salario mínimo en dólares que apaciguaría una demanda a un estilo de vida bajo la consigna capitalista del consumo. Sin embargo, antes de ilusionar a algunos, no se está entrando en un tema de economía monetaria sino de economía libidinal en el más estricto sentido freudiano del término. Se trata de una circulación de valor que en este caso va de la mano con actos reiterativos en ausencia de inscripción. Así, Chuck, Mike, Michael y Mickey, en ausencia de apellido, nombre propio, lengua materna o lugar de pertenencia, se dan a su propia búsqueda en el único espacio que da lugar a esa promesa, aquel que es definido por la publicidad bajo las consignas consumistas. El hedonismo epicureísta se ha leído con la más estricta rigurosidad, exactitud y precisión (como esta época lo exigen) y el balance de perfección mente-cuerpo se encuentra ahora articulado con las jornadas laborales de tiempo variable, las clases de yoga, el gimnasio y las papas fritas compradas en el “autoMac” (que ahora se extiende más allá del espacio del restaurante para ocasionar embotellamientos en las carreteras circundantes) y con el estéreo del automóvil a los más altos decibéles.
Los títulos universitarios hoy se han vuelto accesorios, instrumentos de utilería en alguna oficina, parte del inmobiliario si se quiere que inscriben a muy pocos. Ahora, muchas de estas personas optan por recibir cursos que les otorgan certificaciones técnicas que les ponen en mayor competencia respecto de sus funciones y posibilidades de ascensos que el que otorgaría un título universitario. En la breve e evolución de este proceso a lo largo de unos de 12 años, poco a poco el discurso en boca de la generación aquí en cuestión fue desplazándose de sostener uno de estos trabajos mientras se saca a un grado universitario a sacar un grado para decir que se es alguien a no sacar del todo un grado universitario. No hay desaprobación ni censura a esto último que estamos diciendo. Sin embargo, la condena y la censura vendría de parte de las personas mismas y de la manera como en estos nuevos espacios de trabajo, la gente se define.
Actualmente, además del nombre propio, la lengua materna y el lugar de procedencia, las personas en estos espacios, como situaron aquellos que me llevaron a retomar esta reflexión, han perdido un lugar de soporte bajo lo que hacen y como esto los define. No es casual que la angustia, pura y como tal, sin palabra y con todos sus efectos advenga en gran parte de estas personas cuando se les pregunta por lo que son sin que puedan elaborar si acaso un argumento retórico, ostensivo o lexicográfico de su ser. Si bien la ontología nunca ha sido sin violencia, tampoco deja de acarrear consigo un efecto apaciguador, motor de producción e inscripción. Así concluyo con el anecdótico origen de la filosofía como profesión, atribuida a Pitágoras de Samos en respuesta a una inquisición realizada por el príncipe de los fliasios, León, acerca del arte del que éste hacía oficio. Pitágoras le responde que arte él no sabía alguno, sino que era filósofo.
Mi nombre es Jorge Ramírez Richmond y aunque pasé formalmente por el lecho universitario de la filología y la psicología, sin despena admito que relaciones extraacadémicas he tenido incontables (y sigo sosteniendo); soy investigador social.